martes, 8 de noviembre de 2011

Una historia de la "18"



"Quienes trabajan en reinserción de mareros saben que luchan contra la ley de la gravedad"

Este interesante y magnífico relato periodístico fue escrito por Carlos Martínez y José Luis Sanz.

Cuando las balas terminaron de zumbar en el parqueo del Cesar’s Club Bar International, sobre el piso quedó desparramado lo único que se puede dar por cierto de este episodio: el rudo Cranky –con tatuajes dieciocheros en la cabeza, con su porte temible de homeboy angelino–, tenía 20 agujeros de bala regados por el cuerpo. Amenazar al Cranky en sus dominios requería tener algo más que una pistola, pero vaciarle un par de cargadores al palabrero de la colonia IVU –uno de los barrios más bravos de San Salvador– y cobrador de las extorsiones en la 49a. Avenida Sur, y hacerlo además a las puertas del prostíbulo que controlaba, era demasiado temerario, demasiado espectacular, incluso para los cánones internos del Barrio 18. Habría

consecuencias y, tal como estaban las cosas, eso lo podía ver hasta el último niño tatuado con los símbolos de la pandilla. Una de dos: o era la acción de un inconsciente con el dedo nervioso, o alguien se proponía dejar claras algunas cosas y había ocupado al Cranky para escribir su mensaje a tiros. José Luis Cortez Guerrero, el Cranky, había sido deportado de la ciudad estadounidense de Los Ángeles a principios de los noventa, junto con otros pandilleros que fueron obligados a retornar a un país que apenas les pertenecía, que les era enteramente extraño. Ayudó a parar el Barrio 18 en San Salvador y sobrevivió a las batallas fundacionales. Se ganó un nombre y también eso que entre pandilleros es un bien carísimo: respeto. Al menos entre algunos de ellos. Quizá por eso la pandilla le había tolerado desobediencias en más de una ocasión. Quizá por eso aquella noche abusó de su suerte. La suya fue una de esas muertes que llama a más muertes, que desencadena cosas, que parte en dos una historia. Aunque hay un abanico de relatos de cómo ocurrieron las cosas, lo inamovible es que la madrugada del 27 de julio de 2005 a José Luis Cortez Guerrero 14 plomos se le pasearon por el cuerpo dejándole 20 agujeros en la piel. Hay una coincidencia en todas las versiones sobre lo que ocurrió aquella noche: al Cranky lo mató su propia pandilla. Desde hacía al menos dos años, y de forma creciente, en el interior del Barrio 18 hacían ebullición un sinfín de rencores y de ambiciones encontradas, pero hasta aquella noche se hacía lo posible por esconderlas bajo la alfombra. La muerte del Cranky terminó por mandar los modales al carajo, y la pandilla acabó partida en dos facciones enemistadas a muerte, dos Barrios 18, autonombrados como Revolucionarios y Sureños. A partir de aquel homicidio los homeboys andan, dicen, a cañón suelto, a odio destapado, ya no solo contra sus adversarios de la Mara Salvatrucha (MS-13), sino también contra los dieciocheros agrupados en la facción rival. * * * Contrario a lo que se creía, el Cesar’s Club Bar International no era propiedad del Barrio 18, aunque había buenas razones para la confusión. Se trataba de un local de dos plantas y colores chillantes, enclavado en una de las principales arterias de la capital, apenas a unos metros del Estadio Nacional Jorge “Mágico” González. El prostíbulo pertenecía, digamos, a un socio de la pandilla, y el Cranky y su gente eran asiduos del lugar por más razones que los bailes eróticos. Desde allí despachaban polvo blanco y piedras fumables a la fauna nocturna de la 49a. Avenida Sur. Desde allí extorsionaban todos los antros de la zona. Cuando un hecho se convierte en leyenda, deja de ser pesado, deja de estar atado a una verdad mundana, y se convierte en explicación, en argumento. Para el Barrio 18, lo que ocurrió aquella noche se esfumó de las aceras de aquel prostíbulo, y una parte de la pandilla se lo apropió como una herida íntima… peligrosa. Esta es la versión de alguien que narra lo sucedido como si hubiera estado ahí, como si hubiera escuchado cada susurro, cada tintineo de vasos, como si él mismo llevara olor a pólvora. Pero no es solo su versión, sino la de un inmenso colectivo que la ha construido de boca en boca, de odio en odio, y la ha moldeado hasta hacer de una muerte una bandera y una causa de rebeldía frente al resto de la pandilla. Aquella noche, sentado frente a la barra estaban el Cranky, su colega Duke, y varios homeboys más, cuando vieron entrar a uno de los lugartenientes del Viejo Lin –quien entonces era el líder máximo del Barrio 18– llamado el Chino Tres Colas. No llegó solo. Le acompañaba Eddie Boy, o si se prefiere, José Heriberto Henríquez, director de rehabilitación de la ONG Homies Unidos. Tres Colas no era bienvenido en el lugar, pero la presencia de Eddie Boy suavizó algo las cosas; era un viejo conocido del Cranky, se habían seguido la pista desde allá, desde el idealizado Norte, desde las calles angelinas donde los dos nacieron para el Barrio 18. Tres Colas y Eddie Boy se acomodaron y pidieron bebidas. Los problemas entre Tres Colas y el Cranky pasaban –entre otras cosas– por la competencia por el control de la Zona Rosa, uno de los territorios más jugosos para la extorsión y la venta de drogas. No era un conflicto subterráneo, ambos sabían lo que había, y por ello la sola presencia de Tres Colas en el Cesar’s era una afrenta directa a la soberanía del lugar, al territorio reclamado por derecho ganado a golpe de intimidaciones y respeto callejero. ¿Qué diablos estaba haciendo ahí Tres Colas con sus ínfulas de jefe, con ese aire de gente importante? Fue más de lo que el impulsivo Duke era capaz de soportar. Sobra decir que, como en las cantinas de las películas de vaqueros, todos ahí daban por hecho que bajo el cinto de cada uno de ellos había un arma de fuego, o sea, un tizón, un mazo, un mortero, un cuete… La terminología para designar una pistola es vasta en esos ambientes. Con su razonamiento de cowboy, Duke susurró al oído del Cranky: “Saquemos los tizones, peguémosles aquí y vamos a botarlos a la Puerta del Diablo”. Pero el Cranky dejó ir su última oportunidad de cambiar el nombre del muerto de aquella noche. El problema era solo con Tres Colas y no estaba bien llevarse entre las patas a Eddie Boy. Sin embargo, había que dejar claro quién era el gallo de aquel gallinero. El Cranky se levantó de su asiento y se dirigió a la mesa de los visitantes: “Hey, Chino, no sé qué putas venís a hacer acá, vos sabés que nos la llevamos, traemos una bronca… definamos esto”. La definición que pedía el Cranky pasaba por un acuerdo básico: vos no te aparecés por mis territorios, yo no me aparezco por los tuyos. Tres Colas y Eddie Boy se deshicieron en explicaciones, juraron que solo habían pasado por un trago, que no buscaban provocar a nadie, que no querían problemas… Pero, ya puestos en ambiente, Tres Colas propuso al Cranky quitarse las ganas, a través de un one on one, que viene siendo algo así como el batirse a duelo del pasado. En la pandilla es un reto de honor que no se puede rechazar y en el que solo se ocupan los puños. Sirve para liberar presión entre homeboys y para poner las cosas en su lugar con apenas costos por moretones o algún diente que se echará en falta. El Cranky aceptó. Acordaron salir al parqueo y reventarse hasta calmar la sed. Eddie Boy salió con ellos. Apenas estuvieron afuera, algo se movió dentro del pick up en el que habían llegado los visitantes: un Nissan Frontier rojo. Una ventanilla se bajó y asomaron dos tiradores. El Cranky apenas tuvo unos segundos para reparar en que había caído en una trampa, que Tres Colas no era hombre de puños, que Eddie Boy no era ya su amigo… Pum, pum, pum, pum… Intentó cubrirse con las manos. Pum, pum, pum… Ya no había nada que hacer. El Cranky yacía en el suelo, probablemente vivo, cuando Tres Colas desenfundó una .40 y le dejó ir una bala en la cara. Cuando Duke y el resto salieron, Eddie Boy y Tres Colas habían abordado el pick up y huían del lugar. Duke corrió sobre la acera, prodigando plomo al pick up en marcha, que ya escapaba. Consiguió herir a alguien dentro del carro y también recibió un tiro en la nalga derecha, que le salió por la pierna. Tres Colas había ido al Cesar’s a cumplir una misión encomendada por el Viejo Lin, y Eddie Boy había sido la coartada. * * * Hace un calor furioso y húmedo, tanto que al cabo de unas horas las yemas de los dedos se arrugan a fuerza de sudar, como si acabaras de salir del mar. Estamos en el centro penal de máxima seguridad en Zacatecoluca, bautizado sin mucho esfuerzo por el habla popular como Zacatraz. Por entre los barrotes que conducen a los pasillos de celdas aparece Duke. Viene esposado y viste el uniforme del penal: camiseta blanca, pantaloncillos cortos blancos, tenis blancos y calcetines blancos subidos a todo lo que dan, al estilo cholo. Va tatuado hasta el cuello. Nos mira con la desconfianza de un animal enjaulado. “¿Y ustedes quiénes son?”. Duke es una sonrisa constante, de esas que por distendidas son casi ingenuas y harían que le contaras tu vida a un desconocido en el bus. O de esas que pueden significar que para él todo es un juego y nunca conocerás su verdadera cara. Su expresión es la del Joker de las barajas de cartas. Es imposible saber si te sonríe o si te amenaza. Nos presentamos y le decimos que queremos entender por qué el Barrio 18 está partido; se seca el sudor de la frente, y comienza a relatar su historia de veterano pandillero. Nos deja claro que su ingreso al Barrio fue allá, asegura haber estudiado dos años de periodismo en la Universidad de Beaumont en Houston, Texas, que tiene 37 años y que no siente rencor contra los asesinos del Cranky, ni los visibles ni los menos visibles. Le contamos el relato que tenemos. Se echa a reír con su risa generosa y nos mira con desprecio: “Ya le pusieron patas y cola a todo esto… Esto es como un accidente de carro, donde cada quien tiene su propia versión”. Duke deja claro que hay partes de la historia que no las escucharemos de su boca, puesto que hay asuntos que solo son de la pandilla, secretos que están reservados. Se vuelve a mirar a los custodios y a los militares que nos flanquean con el rostro cubierto con gorros pasamontañas durante toda la entrevista y se ríe de nuevo. —Les voy a contar… Esto no es soplo porque nosotros no somos leales a los policías corruptos. Nosotros teníamos un negocio. Estaba en la 29.ª poniente, por el Hospital Bloom, se llamaba el Cesar’s II, y un día llegaron unos agentes a pedirnos dinero. Tomaron y no quisieron pagar, y nosotros no quisimos clavarnos por no tener pedos. Uno sacó la placa y el otro la pistola. Sabíamos que eran policías desde que entraron. Si hubiéramos querido, los habríamos matado. Lo volvieron a hacer otro día, pero entonces entramos en conflicto y no les quisimos dar ni un centavo. Desde ahí comenzaron los problemas y nos cerraron ese negocio, porque dijeron que hacíamos mucho ruido y que no pasábamos la inspección… Luego nos fuimos a otro lugar. El local primero sí era de nosotros, el otro local era de un amigo, de un amigo al que ayudábamos. —Entendemos que el negocio del prostíbulo era del amigo de ustedes, pero que el que ustedes tenían ahí era… mmm… otro negocio… Se vuelve a reír mientras mira de reojo a los agentes. —Ese era el que sí teníamos ahí. El local era de un amigo. Eran las primeras horas del 27 de julio del año 2005. Y, según Duke, frente al Cesar’s Club Bar International estaban solo él y el Cranky –su amigo y socio– cuando llovieron los balazos. Es obvio que Duke no dirá nombres, que va a respetar hasta donde le sea posible la máxima de que la ropa sucia se lava en casa. Así que en su versión simplemente llovieron los balazos. —Si ha estado en una balacera –dice–, sabrá que el soldado más adiestrado lo primero que busca es el suelo, y es difícil observar lo que está sucediendo cuando le están disparando a uno. Estábamos en la calle frente al negocio. En ese parqueo estaba yo. —Según tu versión, ustedes estaban conversando y comenzó a tronar. —Así es. Yo fui al primero que balearon. Todo lo que les han dicho es cuento. Usemos la lógica. A veces la gente cuenta las cosas… Si yo llego con la intención de matarlo a usted, ¿por qué entrar en un pleito si usted ya me dejó acercarme? Si ya te confiaste, te mato y me voy. Si ya tengo decidido matarlo a usted, ¿por qué voy a tener un pleito…? Al año siguiente de aquel homicidio, cuando un tribunal juzgó el caso, Duke apareció en la audiencia en calidad de testigo de descargo. En su declaración, dos hombres que llegaron al Cesar’s mataron al Cranky en el parqueo… solo que nunca antes los había visto. Sin que nadie se lo preguntara, se apresuró a aclarar que desde luego no eran ni Tres Colas ni Eddie Boy. —A mí supuestamente el Chino me cuetió y yo a él. Ese día los dos nos balaceamos. ¿Cómo explica que yo fui testigo de descargo? —¿Temor? —¿¡A él!? Claro que no. Yo fui una persona principal del movimiento de la Revolución dentro de la pandilla, ¿qué temor le voy a tener a él? —¿No lo considerás tu enemigo? Tenés un plomo de él en tu cuerpo. —Me salió, me traspasó. Él también tiene uno mío… –vuelve a ver de reojo a los custodios al caer en la cuenta de que quizá ha hablado de más– Jajajaja, o sea, o sea, no digo que él me disparó ni yo a él, estamos hablando de lo que se dijo en la audiencia, en la audiencia... —Entendemos que dentro del Barrio hubo como una especie de comisión de revisión de lo que pasó aquella noche. Y que algunos concluyen que había una instrucción precisa para acabar con tu vida. —Así fue. —Y que por lo tanto la orden venía de alguien que podía dar instrucciones. —Sí, fue alguien muy objetivo. * * * Luego del tiroteo, los peritos policiales establecieron que lo que ahí ocurrió lució más como un enfrentamiento que como un acto de sicariato: hubo 67 balazos, disparados por seis armas distintas. Entre ellas una .380 que aportó cinco plomos a la escena. Un mes después de aquel asesinato, Eddie Boy y Tres Colas regresaban del penal de Chalatenango a bordo de un pick up Nissan Frontier azul claro. Para ese momento Chalatenango era ya una voz profunda de autoridad para el Barrio 18 en El Salvador, una voz como nunca antes la había habido, y como probablemente no la vuelva a haber. Venían, dicen, de repartir zapatos entre los homeboys presos. Dejaron a alguien en la residencial Valle Verde, en Apopa, y al salir los estaban esperando. Fue una ráfaga de M-16 y tiros de otras armas menores. El Nissan Frontier terminó con 16 impactos de bala. Eddie Boy y Tres Colas no saben explicar cómo consiguieron salvar el pellejo esa tarde. A la escena se presentó el agente investigador Molina, que al revisar el vehículo de las víctimas tuvo el presentimiento de haber dado con algo familiar. Tú pegas, yo contesto: la guerra estaba abierta. Para los aliados de Tres Colas y Eddie Boy estaba claro que los autores del atentado eran Duke y sus secuaces. Por una intrincada cadena de razones responsabilizaron al dueño del Cesar’s de haber proporcionado las armas, y decidieron enfilar su venganza contra él. Discutieron si lanzar contra el local un bazucazo con un lanzagranadas antitanque LAW o simplemente matar al tipo con métodos menos peliculeros. Se decidieron por la segunda opción. La muerte del Cranky había producido al menos una muerte más y una lluvia cruzada de balas difícil de explicar para quienes, desde la Policía Nacional Civil (PNC) o desde las redacciones de los periódicos, solo las veían venir de un lado a otro. * * * Casi un año después del homicidio del Cranky, en mayo de 2006, las autoridades creyeron tener un caso sólido y ordenaron capturar a Heriberto Henríquez. Cuando lo arrestaron al interior del local de Homies Unidos, llevaba consigo una pistola Taurus .380 registrada a su nombre. Las autoridades también inspeccionaron su vehículo, que había quedado confiscado en calidad de prueba luego del atentado en la Valle Verde. Ese pick up azul claro se le hacía demasiado familiar al agente investigador Molina y decidió husmear. La tarjeta de circulación decía que era propiedad de Heriberto Henríquez y que era rojo. Bastó raspar un poco para que apareciera su color original, el mismo color del vehículo que –según testigos– utilizaron los asesinos del Cranky para escapar. A Tres Colas no hubo necesidad de capturarlo; desde febrero estaba preso por extorsión y agrupaciones ilícitas en el penal de Cojutepeque, donde, a pesar de estar rodeado de miembros del Barrio 18, había pedido que se le mantuviera en un área aislada, por su propia seguridad. Allí le notificaron sus nuevos cargos. El juicio se celebró en agosto. Sentados en el banquillo de los acusados, Tres Colas y Eddie Boy escucharon al testigo protegido por la Fiscalía que fue el pilar del caso. Ninguno podía verlo ni oír su voz natural. Su identidad estaba en un sobre cerrado al que solo tuvo acceso el juez. “Clave Armando” aseguró que era pobre, que había llegado al Cesar´s con la plata justa para pagar los tres dólares de cover –cerveza incluida– y poco más, que solo quería recrearse viendo bailar a las señoritas, y que por desgracia le tocó ver todo lo demás. Que cerca de la medianoche entró Tres Colas con Eddie Boy y dos acompañantes más a los que no conocía. Que los primeros dos eran asiduos al lugar y que los había visto llegar en un pick up rojo modelo Nissan Frontier. Que se sentaron cerca del bar. Que minutos después entró el Cranky con un sujeto al que tampoco conocía. Que se sentaron junto a los otros cuatro. Que, pasado un tiempo, Tres Colas, Eddie Boy y los otros dos desconocidos con los que habían llegado se retiraron, que el Cranky los siguió, solo. Que aquello le olió muy mal, que le dio miedo. Que tenían fama de peligrosos y que todos eran de la 18. Que al salir del local vio a Eddie Boy y a Tres Colas conversando con el Cranky en el parqueo. Que pasados unos segundos los volvió a ver disparándole con sus pistolas a corta distancia. Que el acompañante del Cranky salió y que también se llevó un tiro. Que él, preso del pánico, volvió a entrar al prostíbulo y que, aunque no vio nada, escuchó que seguía la balacera fuera. Que todo ocurrió en dos o tres minutos. Su versión no coincidía exactamente con la que para ese entonces corría por los callejones del Barrio 18, pero apuntaba hacia los mismos culpables. El examen de algunos casquillos encontrados en el parqueo del Cesar´s encajaban, además, con la Taurus .380 de Eddie Boy. En su defensa, Eddie Boy, el dirigente de Homies Unidos, hizo comparecer a tres personas que atestiguaron que aquella noche él estuvo reunido en el hotel Álamo con ellas y con la directora de Homies Unidos en Estados Unidos. Ante el interrogatorio una dijo que cenaron en el área de piscina. Otra dijo que lo hicieron en un restaurante desde el que no se veía la piscina. La tercera dijo que no creía que en el lugar hubiera piscina. Cuando los fiscales preguntaron la manera en la que habían viajado al interior del Nissan Frontier de Eddie Boy, al menos dos dijeron haber viajado en el puesto del copiloto. Luego testificó Eddie Boy y aseguró que su único delito había sido trabajar por la rehabilitación de jóvenes. Dijo que ahora la sociedad lo despreciaba por querer dar una segunda oportunidad a los muchachos y que, desde luego, había estado en el hotel Álamo aquella noche, cenando en un restaurante en el que, dependiendo del lugar en el que te sentaras, se miraba, o no, la piscina. Tres Colas se negó a defenderse y calló durante la audiencia. Se limitó a decir al final del juicio que su expediente estaba limpio –en ese momento estaba en la cárcel, aún pendiente de otro juicio– y que, si lo condenaban por aquella muerte, su hijo y su mujer corrían peligro. Duke testificó en defensa de ambos, pero arrancó con el pie izquierdo: primero, el tribunal no sabía con qué nombre identificarlo, puesto que él, según qué ocasión, decía llamarse Víctor García Cerón o Jorge Antonio López. Para salir del embrollo, Duke tuvo que explicar que su verdadero nombre era Víctor, y que utilizaba el otro para burlar a la Policía. En todo momento Duke aseguró que el Cranky era su hermano. Tuvo que intervenir el fiscal para aclarar que el testigo y la víctima no eran hermanos de sangre, sino de pandilla. Duke quiso explicar que había sido hermano de crianza del Cranky, porque su familia lo acogió desde niño. Cuando el juez le preguntó por el nombre de los padres del Cranky, no supo qué responder. Al comenzar el relato de lo ocurrido aquella noche, Duke aseguró que había estado ahí y que había visto a los pistoleros. Se abalanzó a asegurar que no estaban en la sala y describió a dos tipos radicalmente distintos a Eddie Boy y Tres Colas: en lugar de rapados, los describió con frondosas cabelleras y los recordó delgados y cheles. Aseguró además que en el parqueo únicamente dispararon aquellos dos extraños. Él no lo sabía, pero los expertos en balística de la Policía ya habían demostrado la participación de al menos seis armas en el tiroteo. Al final, el tribunal decidió no dar crédito a los testigos de descargo y condenó a los dos imputados a 16 años de prisión, y no fueron más por no haberse demostrado el agravante de premeditación. Hoy ambos viven en sectores diferentes del penal de máxima seguridad de Zacatecoluca. Desde el infiernillo de esa prisión, Eddie Boy sigue afirmando que sobre él pesa una injusticia. Insiste en que ni siquiera estuvo en el Cesar´s. Tres Colas es menos vehemente al defender su inocencia. Simplemente asegura que escuchó disparos, y que Eddie Boy y él –ambos– se asustaron tanto que al huir del local abandonó su Hyundai gris y se marcharon a toda velocidad en el pick up rojo de su amigo. ¿Por qué entonces Duke, luego de haber sido víctima en el Cesar’s y de haber supuestamente orquestado un ametrallamiento contra ellos en la Valle Verde, apareció como testigo de descargo? Al oír ese nombre, Tres Colas se seca el sudor, se retira los anteojos del rostro y pierde el gesto de chico bueno que le da su cara redonda. —Se le dieron 2 mil dólares para que declarara… sin saberlo yo. Se los pidió a mi esposa y a la de Heriberto, y ellas le dieron 2 mil dólares… Y yo sin saberlo. * * *

 Al interior del Barrio 18 aquel crimen ahora es una leyenda. Probablemente con el tiempo los detalles se irán perdiendo y quedarán sepultados bajo un alud de versiones. Pero sobre las consecuencias que trajo es imprudente dudar. El Hamlet, un veterano dieciochero, las resume bien: “El Cranky fue el mártir de la pandilla, y ahí estalló el Barrio”. Cuando el Sherlock todavía era David, hacía algunos años ya que los muchachos no tenían en la cabeza los modales de la Guerra Fría. El enemigo de las juventudes rebeldes salvadoreñas era menos diáfano y menos puro que el imperialismo yanqui. Los sueños revolucionarios se le habían diluido a la generación que se tropezó con la paz a media adolescencia. Corría 1994 y la oscura Policía Nacional agonizaba porque los Acuerdos de Paz, que cerraron 12 años de guerra civil, habían negociado su fin y los agentes estaban más preocupados por conseguir trabajo o por robar un arma que por vigilar las calles. La nueva Policía Nacional Civil tenía suficientes problemas intentando conciliar su propia electricidad interna: el experimento buscaba uniformar por igual a ex guerrilleros y ex miembros de los cuerpos de seguridad que apenas dos años atrás estaban matándose. En medio de esa transición, en las calles del centro de San Salvador los alumnos de los institutos técnicos libraban una especie de guerra florida con los estudiantes de los institutos nacionales. A mediodía era frecuente ver a un tropel de chicos correteados por otros chicos que hacían llover piedras cerca del mercado Ex Cuartel, o persiguiéndose a pocas cuadras de la Catedral metropolitana, donde hacía 15 años había ardido la voz de monseñor Romero, y cuyo campanario había visto tanta muerte. David se dejó seducir por aquel juego fascinante que permitía seguir en guerra sin creer en nada. Los nacionales reclamaban para sí el parque Libertad, el propio corazón de San Salvador, y lo defendían con la sangre… hasta que llegaba la noche e iban a cenar caliente y a dormir a casa para recobrar fuerzas y soñar con la batalla del día siguiente. Los técnicos se habían apropiado de la zona del Parque Infantil, situada a apenas seis cuadras al norte del parque Libertad. Entre los técnicos estaban el Instituto Técnico Industrial (ITI), el Colegio San Martín (que después se llamaría Centro Cultural Italiano), el Instituto Técnico Metropolitano (ITEM), el Liceo Politécnico Salvadoreño y otros con nombre más pretencioso como los colegios Oxford y Stanford. En el bando de los nacionales guerreaban, entre otros, el Tercinframen (que después pasó a ser el Instituto Albert Camus), el Inframen, la Escuela Nacional de Comercio (Enco), el Centro Hispanoamericano de Cultura, el Nuevo Liceo Centroamericano, el Instituto Juan Manuel Rodríguez, el Instituto Arce, el David Joaquín Guzmán, el Instituto Nacional Metropolitano (Inam) y la escuelita Panamá. En uno de estos estudiaba David. Los tirapiedras no eran todos los estudiantes, ni siquiera la mayoría; solo pequeños grupos con deseo de adrenalina. El juego dejaba lesionados por piedras y por puños. Se dio el caso de alguno al que se le fue la mano con la navaja, pero en general se trataba de una competencia de bravuras y de poses. El conflicto daba la oportunidad de labrarse un nombre y brindaba una causa por la que sangrar y hacer sangrar. Cuando en 1992 David, que estudiaba todavía tercer ciclo, se unió a esa guerra, el origen del conflicto se había perdido ya en un universo de leyendas acumuladas durante décadas y enraizadasen las rivalidades deportivas intercolegiales de la década de los setenta. Estudiaba en el turno de la tarde y, mientras esperaba a entrar a clases, se detenía en alguno de los carretones de tortas que bordeaban el parque Libertad para almorzar. Ahí fue aprendiendo el juego. “A veces dejaba de comerme la torta y me iba a tirar mi pedrada. Esa es la forma en la que me involucré”. Los estudiantes tirapiedras convivían con pequeñas pandillas de ladrones que salpimentaban el escenario: la Sandía, la MZ (la Morazán), y la Mara Gallo, formada por delincuentes de poca monta del barrio La Vega. Parecería poca cosa para un país que se llenaba la boca de grandes palabras como reconciliación o desarrollo, pero terminó siendo el caldo de cultivo ideal para lo que vendría después. Las cosas comenzaron a cambiar en serio la tarde del 15 de enero de 1994. El Salvador había sido premiado con la sede de los V Juegos Deportivos Centroamericanos, como corona por su paz reciente. El presidente Alfredo Cristiani, firmante de los Acuerdos de Chapultepec, celebró esa tarde a lo grande su última medalla. En el Estadio Nacional Flor Blanca se presentaron decenas de bailarines que ejecutaron piezas típicas, se reventaron cohetes de vara, se hizo retumbar la pista con los tambores de las más afamadas bandas de guerra del país. Desde los graderíos, multitudes sincronizadas formaban mosaicos con la bandera de El Salvador, con “Bienvenidos” gigantes, con el rostro de Cristiani… Debajo de los mosaicos había estudiantes ganándose sus horas sociales. Atraídos por las chicas, también llegaron los tirapiedras. Entre ellos estaba David. Esa fue la primera vez que vio a los bajados. Estaban sentados en una de las gradas del estadio, tan… tan atrayentes, tan distintos a todo lo que se había visto. Ese modo de vestir, de llevar el cabello, esos tatuajes tan… tan de allá. Llevaban pantalones Dickies y Ben Davis, camisas holgadas, y se llamaban por nombres geniales como Whisper, Sniper, o Spanky. Eran considerablemente mayores que los muchachos de los institutos –todos rondaban los 25 años– y hablaban en inglés entre ellos. ¿Cómo no acercarse? Los homeboys,como los pandilleros se llamaban unos a otros, hablaron un poco con los muchachos… pero más con las muchachas, que habían quedado impresionadas ante tanto derroche de estilo. A partir de ese día, los nuevos personajes comenzaron a visitar el parque Libertad. David los vio tomar posesión de la plaza y multiplicarse poco a poco: “Se mantenían tomando café, comiendo tortas en los carretones de la esquina. Comenzaban a llegar tipo 10 de la mañana. La onda es que de repente veíamos a otro y a otro...” A principio de los noventa, George Bush padre, presidente de Estados Unidos, decidió deshacerse de lo que consideraba un excedente. Durante su administración tuvo lugar una de las olas de deportaciones de indocumentados más grande de las últimas décadas. De paso, aprovechó para vaciar un poco sus cárceles, regresando a sus países de origen a jóvenes centroamericanos que en los ochenta habían ingresado en las pandillas del sur de California, y que tenían poco o ningún arraigo con su tierra natal. Cuando tocaban suelo salvadoreño, a esos bajadosno les quedaba otra que recurrir al primer familiar que la memoria consiguiera recordar o aventurarse a tomar el único microbús que en ese momento pasaba por la terminal aérea. En su recorrido, ese microbús se detenía en el parque Libertad, donde los recién llegados tenían la oportunidad de encontrarse con viejos conocidos. Con el tiempo, en el parque Libertad se multiplicaron los muchachos tatuados con el número 18, con el eighteenstreet, con el XVIII, pero David y sus compañeros tardaron en dimensionar aquellos símbolos: “Nosotros sabíamos que eran una pandilla, pero aún no entendíamos la relevancia que tenía”. Los recién llegados comenzaron a participar en las lluvias de piedras, en los correteos por las calles del centro a los que aportaban cada vez más navajas, más garrotes y una creativa variedad de instrumentos: chacos –que nadie sabía manejar–, aspirómetros –cables de transmisión de carros o cadenas de bicicletas o de motos–, resorteras… Pero no había aparecido en escena un arma de fuego, hasta el 15 de septiembre de 1994. El Día de la Independencia, por tradición, los presidentes de El Salvador se colocan la banda presidencial, citan a todo el gabinete de gobierno en la plaza Libertad y caminan, flanqueados por cadetes de la Escuela Militar que hacen un pasillo de bayonetas, hasta un podio que se coloca al pie del obelisco en el centro del parque. Ese año, el derechista partido Arena había ganado su segunda elección presidencial, y el nuevo presidente, Armando Calderón Sol, debía pronunciar su primer discurso del 15 de septiembre. Para ello, la flamante PNC desplegó uno de sus primeros operativos y trapeó a todos los indeseables que había en el perímetro para evitar que los ya famosos tirapiedras aguaran la fiesta cívica. Estudiantes y pandilleros se habían refugiado en una cafetería situada en una de las esquinas que flanquean el parque, junto a la iglesia El Rosario, listos para recuperar el control de su parque cuando terminaran los actos protocolarios. Pero cuando la Policía entró a revisar el local encontró, oculto en una bolsa blanca, un revólver cargado. El hallazgo alborotó el hormiguero. Los agentes comenzaron a cachear, manos en la nuca, a los pandilleros y a cuanto estudiante se cruzó por el lugar, pero uno de ellos echó a correr como un loco y escapó. En la confusión, otros aprovecharon para zumbarse. Preocupados por perder el control de la situación, los agentes no se anduvieron con distingos y subieron a todos a sus pick up. Esa fue la primera vez que David durmió tras las rejas. Tres días y tres noches juntos en las bartolinas de la Policía terminaron de fraguar la fraternidad entre los pandilleros angelinos y los estudiantes de institutos nacionales. Hubo tiempo para escuchar de gestas pandilleriles, para aprender a respetar aquellos números, para entender el profundo significado que tenía para sus portadores. “Algunos desde ahí nos comenzamos a considerar 18”, recuerda David. En los días siguientes, los sacerdotes de El Rosario fueron testigos de los primeros brincos de adolescentes al Barrio 18 en el centro de San Salvador. A pocos metros de la fachada de la iglesia, decenas de estudiantes se sometieron, uno tras otro, a ese rito de iniciación pandilleril: una paliza de 18 segundos proporcionada por tres homies ya brincados, y que prueba tu valor y tu compromiso con la pandilla. Cuando los curas los corrieron a gritos del lugar, los jóvenes trasladaron los bautismos a un pequeño callejón sobre la 4a. Calle Oriente que se hunde unos metros desde el nivel del suelo y al que se accede por unas gradas curvas. Para el que transitaba por la calle era imposible ver lo que ocurría ahí, pero antes de que terminara 1994 decenas de chicos habían cruzado ese umbral. David recuerda eventos multitudinarios. “¡Había hasta colas para brincarse! Ahí vos mirabas al vergo de hijos de puta”. En ese pasillo de la 4a. Calle Oriente, un día de diciembre de 1994 David decidió dejar de ser David y renacer a fuerza de puños y puntapiés como el Sherlock. * * * Samuel venía de un cantón mínimo, donde no había parque ni iglesia ni mercado. Llegó a la gran ciudad siendo un niño. Para él, la gran ciudad se llamaba San Martín, un apretujado municipio de San Salvador en el que recaló a los 11 años. Intentó estudiar, pero reprobó y lo sacaron de la escuela. “Entonces yo andaba en las calles viendo el menú”, recuerda. A su modo de ver había un menú bien servido: salones de máquinas de videojuegos, parques, calles… Comenzó a vagabundear con una fauna local mucho más vivida y experimentada en el modo de vida urbano. Era 1991. El hermano de Samuel vivía en otra colonia y acababa de ser padre. Cada vez que conseguía meterse en la bolsa algunos centavos, Samuel compraba algún regalo para el bebé y corría a visitarle. En esa colonia conoció al primer pandillero del Barrio 18 con el que tuvo relación. Tras los lustrosos bajados caminaba un enjambre de niños, que él considera su “promoción”. En un principio, antes de adoptar como suyo el parque Libertad, cada uno de los pandilleros deportados recurría a lo que le quedara de familia en el país. Si no les quedaba ningún ancestro en la memoria, recurrían a la hospitalidad de loshomiesque ya habían conseguido un techo; de modo que al aparecer uno en algún barrio, no tardaba en aparecer otro y otro y otro… Pero en los aviones de deportados no viajaban solo miembros de la 18, una de las más antiguas pandillas angelinas, consolidada en los años 50, sino también sus adversarios de una agrupación surgida en los años 80, formada principalmente por centroamericanos y que había tenido una vertiginosa expansión, llamada la Mara Salvatrucha o MS-13. La lógica hizo incluso pensar a muchos bajados que, a medida que creciera el número de pandilleros angelinos en El Salvador, la Mara Salvatrucha sería hegemónica en el país. Por identidad, por número de integrantes salvadoreños, porque muchos de sus miembros eran migrantes de primera generación y conservaban familia aquí... No fue así, aunque los miembros de la Mara Salvatrucha se regaron por las colonias y barrios del país más rápidamente que los del Barrio 18. Los nuevos brincados de uno y otro bando fueron adoctrinados enseguida en el conflicto. San Martín fue uno de esos lugares pronto dominados por la MS-13. Samuel aprendió a vivir de forma secreta su simpatía por el Barrio 18. ―Todo empezó así, en los barrios, colonias, municipios. Hasta que en el parque Libertad surgen los deportados… Del parque se bajaba todo, o sea que era como la comandancia; había homeboysde San Martín, Quezaltepeque, Ciudad Delgado, Soyapango… pero en ese tiempo, esos lugares estaban llenos de los de las letras (MS-13). No podías decir que eras 18 porque te comían frito. Pero su altivez no les permitía ver que estaban fracasando… Para 1994, Samuel se había convertido en una pieza valiosa para la nueva guerra entre pandillas que comenzaba a fraguarse. Guardaba silencio en San Martín, rodeado por los primeros simpatizantes de la Mara Salvatrucha que reclamaban a los cuatro vientos esos territorios como propios. Pero sabía que sus enemigos tenían que moverse de ahí, tenían que tomar autobuses que generalmente atravesaban el centro de San Salvador. Y allí, en terreno neutral, Samuel los reconocía y los señalaba. ―Les decía a los homeboys: guache, ahí va un fulano, y salíamos corriendo a parar el bus, a enfierrarlo dentro del bus, o lo bajábamos a pedradas. Yo era bastante útil. Ellos se hacían esclavos de sus propias colonias, mas no sabían que los cazábamos en otros lados. Y así es como se le daba uso al filero, y así sucedía la violencia en el centro… Samuel se desvivió por demostrar lealtad, por probar que era un morro firme, que aunque era bicho no le temblarían las piernas, que no traicionaría… Que viviera en una colonia de contrarios era útil para guerrear pero despertaba recelos entre los dieciocheros. Sus homies le recomendaron prudencia, le explicaron que una vez brincado no había retorno, lo pusieron a prueba, le hicieron mojar el puñal, matar… hasta que se ganó la entrada. Un día de 1994 Samuel recibió su paliza bautismal y sus nuevos hermanos de furia le llamaron Hamlet y le tatuaron los números en la piel. El Hamlet se puso muy contento. * * *

 Para 1995, en el ambiente ya se asociaba al parque Libertad con el Barrio 18. La Mara Salvatrucha no se había quedado de brazos cruzados: se vinculó con los estudiantes de los institutos técnicos y se asentó en la plaza Zurita y la plaza Morazán. En su expansión, chocócon la pandilla local MZ, que en el parque Libertad ya caminaba refugiadabajo la sombra del Barrio 18, y consolidó la alianza entre sus enemigos. Algunos miembros de la MZ se tatuaron, a la par de los símbolos de la pandilla Morazán, unos guantes colgados y los números del Barrio. Dejaban una pandilla y se unían a otra. Las pandillas no solo peleaban por el control de plazas y parques, sino también por imponer su presencia en locales nocturnos, como la legendaria discoteca El Sancocho que, a fuerza de matonerías, terminó siendo reclamada por el Barrio 18. Se sellaron alianzas con la mara La Máquina, que operaba sobre todo en el municipio de Apopa, y con la Mao Mao,que se había hecho fuerte en San Antonio Abad, uno de los raros cantones urbanos de la capital. Ambas pandillas también buscaban cómo sobrevivir ante el embate de la expansiva Mara Salvatrucha. Con su estrategia de guerra, el Barrio 18 logró ir desplazando a la Mara Salvatrucha de algunos lugares, y reclamó el control mayoritario de populosos municipios y colonias de la zona metropolitana, sobre todo en San Salvador, San Marcos, Soyapango, San Martín, Quezaltepeque y Ciudad Delgado. Sin embargo, la presencia de las pandillas no traía implícito el yugo de la extorsión, de la renta a los autobuses que circulaban por los territorios reclamados, ni el saqueo de los negocios de la zona, o la venta sistemática de droga en las esquinas. Se trataba de eso: de tener presencia, de decir: aquí yo controlo. Se estilaba arrebatar algún reloj, o asaltar a alguien por la cartera; o simplemente pesear, que no era otra cosa que pararse en una esquina a pedirle un colón a todo el que se atravesara; o sea, de mendigar una moneda de aproximadamente diez centavos de dólar. Desde el parque Libertad se irradiaba la pandilla para el resto de sus territorios, siempre menores que los que controlaba la MS-13, pero no por ello despreciables. Como había que proteger aquel bastión ante enemigos crecientes y más organizados, algunosdieciocheros del parque acordaron aportar cinco colones cada domingo para conseguir armas para la guerra. Al principio compraban pólvora en las fábricas de juegos pirotécnicos y con ella fabricaban papas, una especie de granadas hechizas que en su versión más rudimentaria consistía en apisonar pólvora con cinta adhesiva alrededor de dos piedras que con el contacto provocaban una pequeña chispa y ¡pum! Luego se sofisticaron más: la pólvora dejó de ser de petardo y comenzó a ser de las balas de fusil que compraban a los soldados en los cuarteles… Luego alguien inventó agregarle la raspadura de metal que dejan los tornos, lo que aumentaba la capacidad explosiva del artefacto y sugirió agregar las balas sin casquillo, que al explotar la papa volaban como esquirlas y multiplicaban el daño… Luego alguien inventó los trabucos y los percutores: tubos de metal en los que se metía una bala que se detonaba golpeándola por distintos medios. Dependiendo de su grosor, el tubo disparaba balas de diferentes calibres. El problema es que el tubo se doblaba luego de tres o cuatro tiros. El Sherlock estrenó una de estas armas hechizas un día que su autobús bordeaba la plaza Zurita y un grupo de pandilleros de la Mara Salvatrucha se encontraba reunido: lanzó una papadesde el vehículo en marcha y asegura que nunca supo si aquella vez alguien murió. Los conflictos comenzaron a traslaparse. ¿Cómo saber si guerreaban técnicos contra nacionales o el Barrio 18 contra la Mara Salvatrucha? Cada vez estaba menos claro. ¿Qué hacer si un homeboy brincado al Barrio estudiaba en un instituto técnico? Al principio, los muchachos, aferrados aún a su conflicto añejo, les permitían estar en el parque Libertad siempre y cuando se quitaran el uniforme del instituto. Para los bajados aquello no tenía sentido, pero para los estudiantes no fue fácil abandonar sus rituales. No todos los tirapiedras terminaron en el Barrio 18 o en la Mara Salvatrucha, y por ello los conflictos convivieron hasta que terminaron diferenciándose, pero un nutrido grupo de muchachos dejaron los centros de estudios y continuaron la guerra ya solo como pandilleros. En aquellos años nadie se consideraba jefe de nadie y no existían los títulos nobiliarios pandilleriles, como los actuales palabrero o ranflero. Simplemente había algunos que tenían más respeto que otros. La autoridad llegaba si para el resto de homeboys tu palabra tenía valor o no, aunque por lo general la palabra que más valía era la de los bajados. “Para mí, la los mejores años de las pandillas fueron los de los deportados, que gobernaban con carisma”, repite el Hamlet, enfatizando que aquellos no se hacían respetar a través del miedo, sino de actitudes solidarias, como compartir la comida o ilustrar a los demás sobre los códigos pandilleriles. Destacaba, por ejemplo, el Whisper y también otro pandillero grande y musculoso, que llevaba tatuados en la cabeza los números. Lo llamaban el Cranky. El Cranky hacía respetar los códigos de la pandilla con sus propias manos: cuando supo que cuatro de sus homeboys habían violado a otra pandillera del Barrio, les dio una paliza y una puñalada a cada uno. Aquel hecho le granjeó respeto y admiración entre los demás. En los años siguientes, algunos crearon sus propios negocios de venta de droga, que se hacían a título personal. El Barrio 18 les pedía alguna colaboración puntual, pero esta no se entendía como una obligación. La pandilla a finales de los noventa era más bien una federación de lugares controlados, de pequeñas células de homies, de clicas repartidas en todo el país con poca o ninguna comunicación entre ellas. Al no existir con claridad una cadena de mando, no era extraño que se tomaran decisiones poco meditadas, o que ocurrieran batallas internas que nadie estaba en posición de detener. En 1997, un respetado pandillero de la colonia Dina de San Salvador, el Tío Barba, antiguo bachiller del Nuevo Liceo Centroamericano, acusó a un homeboy de San Marcos de haber matado a su amiga. La guerra entre las clicas de la Dina y de San Marcos duró varios años y se cobró varias vidas de dieciocheros… a manos de dieciocheros. El Sherlock fue a parar a la cárcel, al tabo, por el homicidio de un miembro de la Mara Salvatrucha en 1999. Dos años más tarde, también el Hamlet fue encausado por haber ocasionado lesiones a un tipo. La década de los noventa había transformado a un niño de cantón y a un estudiante de bachillerato en homeboys del Barrio 18. Fue estando encarcelados cuando ambos comenzaron a sospechar que en la calle las cosas estaban cambiando. Cada vez las normas eran más estrictas, cada vez había más autoridad y cada vez era ejercida de una manera más férrea. Una sombra se comenzaba a alargar al interior del Barrio 18, y la pandilla poco a poco dejó de ser lo que era. Alguien estaba afinando al Barrio 18 para convertirlo en un instrumento más preciso, más complejo. El juego había terminado. La mañana del 7 de enero de 2003, la portada de La Prensa Gráfica anunció orgullosa: “ONU da por finalizada verificación de los Acuerdos de Paz”. Un ciclo simbólico se cerraba. La palabra paz podía guardar su título membretado de graduación en una carpeta en algún despacho de Nueva York. Esa noche el Viejo Lin, a quien la Policía ya identificaba como el principal líder del Barrio 18 en El Salvador, pasó por la Dina, una pequeña colonia popular al sur de San Salvador, a visitar al Chino Pizurra, el joven palabrero del lugar, para darle un abrazo de respeto y apoyo. El ambiente en la zona estaba tenso. Unos días antes, Pizurra, cuyo nombre era Mariano Alberto Salazar García, había ordenado ejecutar a uno de sus soldados, el Cuche, como castigo ejemplar por haber perdido un arma. Un precio alto, que indignó a parte de la pandilla. Sobre todo al Cranky. El Cranky, palabrero de la cercana colonia IVU, mandaba en la zona. En el ambiguo sistema de jerarquías y respetos de la pandilla, la autoridad se contagia a territorios limítrofes, y el jefe de la IVU había advertido a Pizurra: no lo mates, la vida de un homeboy no vale un arma. Pero Pizurra a sus 19 años se sentía con el carácter y el respaldo suficientes para decidir qué era justo y qué no en su cancha, en su pequeño mercado de droga, en las ocho calles que controlaba para la cúpula de la pandilla y para Lin, su rostro visible. Esa noche del 7 de enero, a las 9:30, mientras Lin y Pizurra hablaban, el Cranky y su eterno lugarteniente, Duke, entraron en la Dina y esperaron. Minutos después de que Lin se fuera, se acercaron, llamaron aparte al Chino Pizurra y lo asesinaron en la calle. 17 tiros. Lo ametrallaron con un AK-47 y un M-16. Armas de guerra para matar a un homeboy por haber matado a otro homeboy y, sobre todo, para decir algo a todos los dieciocheros: la pandilla no se puede seguir gobernando así. Lin lo consideró una traición. Pensó que el Cranky debió haberle consultado una acción como esa. Matar a alguien a quien él acababa de abrazar era un intolerable abuso de confianza. Alentados por Lin, decenas de pandilleros armados buscaron en los días siguientes al Cranky y a Duke para matarlos. No los encontraron, pero esa noche comenzó un pulso a muerte por dejar claros los límites del redil y hacer entender al Cranky que el Barrio 18 tenía una única vara de castigar. Y un único juez. * * *

 A mediados de los setenta, en Los Ángeles, un hombre de tez blanca se acercó a un muchacho salvadoreño de unos 12 años que contemplaba el ventanal de un restaurante. Con acento escupido, como si cada sílaba fuera un latigazo, le advirtió: “No-ha-bla-es-pa-ñol”. “Aquí no se habla español”, quería decir. En la mente de aquel chico delgado, de apariencia casi frágil, aún resuenan esas palabras. Las recuerda con una sonrisa ácida cuando le pedimos que nos explique por qué se hizo pandillero, a qué edad, en qué lugar. Trata de no ser preciso en la respuesta. “Por la seguridad de otras personas”, dice. Pero revela que aquel desprecio hacia los latinos, el deseo plomizo de escupir de regreso a quien le marginaba, le llevó a buscar a la pandilla. Se tatuó su primer 18, recuerda, “siendo bien bicho”, en Estados Unidos, en los lejanos setenta. Se brincó a la clica “Los Malditos” de laEighteen Street, dejó de llamarse Carlos y sus nuevos hermanos le bautizaron a golpes como Lince, Lynx. En El Salvador, más de tres décadas después, nadie recuerda esa equis, y la ye fue cambiada a una i. Aquí es Lin y el 2 de julio de 2011 cumplió 49 años. * * * La altura e impenetrabilidad de una sombra varía dependiendo de cómo acometa la luz y desde dónde mires. Buena parte de la autoridad que tuvo o tiene el Viejo Lin en el Barrio 18 descansa sobre su enigma, sobre la sombra de su cuerpo escaso que, a base de ser desmedida e intangible, acabó siendo mítica y reinando en medio de hombres muchas veces fornidos y siempre armados. Sus orígenes difusos, su aparición sorprendente a finales de 2002 en una cúpula pandilleril a la que pocos saben cómo ascendió… Hay en la pandilla quien llegó a escuchar que en los ochenta Lin era un civil que vendía droga al Barrio 18 en Estados Unidos. Otros se preguntan si siquiera sabe hablar inglés, y hay quienes dudan si estuvo en el Norte. El pasado guerrillero de Lin es parte esencial de su alargada sombra. Que perteneció al Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC) es una verdad que él mismo hizo pública hace años, pero el boca a boca de la pandilla todavía la estira y dobla, como las leyes no escritas, hasta hacerla parecer gigantesca. “Dicen que estuvo en la guerrilla”, te dicen con respeto incluso los dieciocheros que lo odian, como si en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) Lin hubiera aprendido a ser más duro, más fatal. No tiene que ver con ideologías. Lo mismo ocurre con otros dieciocheros cuarentones que sirvieron en el ejército durante la guerra civil de El Salvador; haber peleado en una guerra les da en la pandilla un aura de inocencia perdida que los morros, los pandilleros jóvenes, los niños con pistola, no alcanzarán por mucho que decapiten, violen y se tatúen en el rostro los tres seises que suman dieciocho. La primera cárcel de Lin fue, es irónico, la de un revolucionario. Tenía 18 años. Cuenta que le capturaron en febrero de 1981 en una emboscada en un cantón de Sonsonate, junto a la comandante Arlen Siu Guazapa, Celia Margarita Alfaro, una compa a la que la jefatura del PRTC todavía hace homenajes, al contrario de lo que sucede con él, a quien curiosamente todos en el FMLN han olvidado. O casi todos. Tras pasar por el penal de Sonsonate y por las cárceles clandestinas de la Policía Nacional, fue a parar al penal "La Esperanza", en Mariona. Al Sector 1, entonces reservado para presos políticos. Lin ocupó la celda A1. Otro militante del PRTC que compartió condena en esos días con él lo recuerda con el pelo rizado y largo, hasta el hombro, siempre vestido con un centro oscuro, negro o marrón, y una inseparable gorra verde con un broche en la visera. "Era serio, poco amigo de bromas. Hablar con Mojica era estar dispuesto a discutir fuerte, porque era muy serio, de ideas claras", dice su antiguo compa. Después vendría un traslado colectivo al sector 2 del penal, donde Lin coincidió con José Antonio Morales Carbonell, hijo del dirigente democristiano José Antonio Morales Ehrlich, en ese momento miembro de la Junta Cívico-Militar que gobernaba un país a la deriva. En su expediente penitenciario, que crecería hasta la obscenidad en las décadas siguientes, consta el encierro de Carlos Ernesto Mojica Lechuga por “subversivo” y su liberación por orden directa de la Corte Suprema de Justicia el 1 de abril de 1982. Probablemente Lin fue el primer pandillero del Barrio 18 que se apoyó contra los muros de la cárcel de Mariona. Tras su paso por Mariona, Lin volvió a la montaña. Combatió en el volcán de Guazapa y estuvo bajo las órdenes del ahora ministro de Seguridad, Manuel Melgar. Sobre lo que ocurrió después, sin embargo, Lin es esquivo. Su antiguo compañero de armas y cárcel asegura que Mojica desertó del PRTC en 1983. Él se limita a decir que viajó de nuevo a Los Ángeles, donde a mediados de los ochenta él y sus reencontrados compañeros del Barrio 18 recibieron con alegría los primeros grafitos de la Mara Salvatrucha en las paredes de los barrios habitados mayoritariamente por centroamericanos. Él, miembro de la Eighteen Street, celebraba el empuje de los salvadoreños en la ciudad. Todavía no había surgido esa enemistad a muerte que a partir de 1989 ha unido a la MS-13 y al Barrio 18 como las dos miradas de un espejo. Lin también mantuvo más vínculo con su terruño que la mayoría de los jóvenes que en los setenta y ochenta crecieron en el sur de California con apellido y nostalgia salvadoreña, pero hablando, pensando y rifando barrio en inglés. No se enraizó allá, y regresó a El Salvador. Su sombra se pierde hasta que la luz de un archivo la proyecta otra vez contra el muro de otro penal, el de Santa Ana. Entró acusado de robo el 29 de diciembre de 1992. Salió seis meses después sobreseído, inocente. Regresó a esa misma cárcel el 12 de octubre, por homicidio. Defensa propia, dice él. Esta vez le condenaron a 10 años. Fuera, en las calles de Santa Ana, dejaba aleccionados a algunos de los primeros brincados del Barrio 18 en suelo salvadoreño, en días en los que el parque Libertad de San Salvador todavía no irradiaba calor de pandilla grande. Comenzaba su lenta forja como líder carcelario, como domador de voluntades, como susurrante hombre fuerte. * * * “Nunca fui mucho de parques, soy más de prostíbulos”, suele bromear Lin. Mientras otros levantaban el barrio en parques, colonias y cantones, él pasó los noventa de penal en penal, de cloaca en cloaca, de pelea en pelea. En las cárceles salvadoreñas de aquellos años, controladas por bandas criminales, los motines eran habituales y salvajes. Una vez, en San Francisco Gotera, los reos acabaron jugando al fútbol con la cabeza de un adversario. En esas aguas, los pequeños grupos de pandilleros dispersos en uno y otro penal tenían que ganarse los espacios de dignidad y seguridad física entre ejércitos de reos comunes. Y eso en la cárcel se hace a golpe de fierro. Lin encabezó un motín en 1996 en Sensuntepeque, contrajo tuberculosis en 1997 en San Vicente, pasó también por Cojutepeque, San Francisco Gotera, regresó a Santa Ana… 12 traslados en 10 años que le cubrieron de veteranía en una pandilla todavía de inexpertos, de muchachos nacidos en los 80 para los que un pandillero de la edad de sus padres -Lin rondaba los 40 para el cambio de siglo- era más que inusual, casi venerable. Líderes de la MS-13 conocían su nombre y cuentan que más de una vez trataron de pagar a alguien para que lo acuchillara en un patio, en una celda. Entre las autoridades policiales, que comenzaban a intuir la necesidad de prestar atención a las pujantes pandillas, ya sonaba su taca, su apodo. Él dice que en cualquier penal al que fuera por esos días mandaba, encabezaba. Tal vez. Tal vez no. Lo que sí prueban sus constantes traslados es que Lin no fue un reo de los que bajan la cabeza y se camuflan, concentrados en tachar días de un calendario. Para las autoridades era alguien incómodo. Entre los presos de la pandilla se iba haciendo un nombre a base de no botar plante, de no ser blando, de pelear con comunes y cada vez más con salvatruchos, de poner en alto los números aunque en la calle apenas lo conociera nadie. Todavía. A finales de 2000, el gobierno de Francisco Flores, cansado de que las cada vez más habituales disputas entre pandilleros de la MS-13 y del Barrio 18 en las cárceles causaran muertes y acapararan titulares, decidió comenzar a colocar a los presos de ambas pandillas en distintos sectores, e incluso les reservó penales enteros. Una parte importante del Barrio 18 fue oficialmente segregado al recién inaugurado penal de Ciudad Barrios, en San Miguel. Dentro de la pandilla la lectura fue triunfal: se habían ganado esos muros, esa autonomía, ese espacio seguro. Lo habían comprado con la sangre de sus caídos y ahora tenían un hogar. Lin llegó allí junto a un centenar de dieciocheros el 1 de marzo de 2001, después de dos días de un enfrentamiento a machetazos con pandilleros de la Mara Salvatrucha en el penal de Apanteos. En el choque habían muerto dos pandilleros de la 18 y uno de la MS-13. La reunión forzosa en Ciudad Barrios propició un acelerado salto en la evolución del Barrio 18, que de pronto se encontró en un entorno lleno de ventajas: no había depredadores contra los que pelear; representantes de todo el país coincidían en un solo sitio; pero sobre todo, la nueva situación lanzaba una advertencia clarita a todos y cada uno de los homeboys en libertad: tarde o temprano darán un mal paso y acabarán aquí, entre estos barrotes, al alcance de nuestra admiración o de nuestros machetes. Sometida a esa certeza amenazante, la calle empezó a plegarse a la mirada y la voz de la cárcel. En Ciudad Barrios quienes habían liderado la pandilla en los diferentes penales formaron una rueda, un consorcio, una cúpula que daba ley al resto de presos y empezó a lanzar órdenes a los pandilleros de la libre. Se promulgaron nuevas normas, se reforzó la disciplina interna, se comenzó a dar a todos los morros una sola clecha, una sola enseñanza de cómo vestir, cómo caminar, cómo hablar en clave, cómo pensar como lo hace un pandillero. Lin, pese a su falta de arraigo en las calles, pese a que no generaba la misma fascinación que los deportados de los últimos años, más jóvenes y aún rebosantes de cultura californiana, hizo valer en ese círculo de liderazgos su voz delgada y su don de palabra. Conocía las leyes penitenciarias como ninguno de sus compañeros, y su formación política cultivada en los ochenta le permitía articular un discurso reivindicativo y estratégico que pareció útil a buena parte del resto de palabreros. Por esos días fue jefe de sector, fue pantalla de alguien con más influencia. Pero quienes han visto crecer su poder a partir de entonces aseguran que tenía una ambición igual a la de todos los demás juntos. Ese año las autoridades lo castigaron con nuevos traslados. En Sensuntepeque hizo una huelga de hambre de 27 días. Cerró el año habiendo pasado por cuatro cárceles diferentes. Pero a inicios de 2002 regresó a Ciudad Barrios, que todavía era el cuartel general. Cuando el 2 de agosto salió después de haber cumplido íntegra su pena, llevaba bajo el brazo wilas –cartas manuscritas y codificadas en lenguaje pandilleril– firmadas por los grandes nombres de la 18 en las que se pedía a cada cancha, a cada jefe de colonia o municipio, que confiara en Lin, que lo tratara bien, que le tuviera respeto. Con ese respeto que le delegaban los demás, Lin planeaba levantar un imperio. * * *

 El Hamlet ha nacido para contar historias. Estamos sentados en la terraza de una pastelería en un centro comercial, ante un café que hemos tenido que pedir para él porque ha insistido en no tomar nada, en que no necesita nada. Y sin pedir nada nos muestra la carpintería sobre la que se sostiene la historia reciente del Barrio 18 con la soltura con que en una reunión de viejos amigos se encadenan a toda velocidad anécdotas de los tiempos de escuela. Es un tipo nervioso y apresura las palabras, pero mira constantemente a los ojos, buscando en nuestros gestos la certeza de que le entendemos. Otras veces, al hablar de su pasado, otros pandilleros se olvidan de quien escucha y entran en trance revestidos de rabia o del orgullo de cuando sangraron e hicieron sangrar por lo que según ellos es un código o un honor o una causa. El Hamlet no. Reviste de cierta naturalidad su relato, aun en sus pasajes más crudos, más tensos. Si no está seguro de haber sido claro, busca otra metáfora. Si le pedimos que se explique, pone ejemplos, reconstruye diálogos. Responde a nuestras preguntas con un tono firme y paciente que, si hablara un poco más despacio, sería el de un buen maestro de escuela o un párroco explicando una y otra vez el misterio de la Santísima Trinidad. —En el tabo al principio Lin era un títere, porque quien tira la casaca es el palabrero general, que todos lo ven, pero a la par de ese primero siempre hay un segundo, y puede que el primero al que todos ven sea el segundo, y que el primero esté oculto. Lin en Barrios fue títere de varias personas pero luego llegó a ser él quien manipuló a todos. —Pero no tenía fuerza en las calles. ¿Cómo pudo imponerse a pandilleros que habían hecho más misiones y eran líderes en sus colonias y barrios? —La calle es la calle, y la cárcel es la cárcel. Allí todos manipulaban. Decían: “Aquí todos somos iguales, ni aquel es 17 ni este es 19… Todos somos 18”. O “A los perritos no los vamos a andar timando”. Pero vos sabés… la mayoría ahí son analfabetos… y ven a un bachiller y dicen: ¡puta, qué maldito! Y el que tenía más léxico era Lin. Por eso en todos los penales que estuvo la onda era: ¿Que queremos una reunión con el director? Viejo, andá vos. Y se agarraba de la Ley penitenciaria y zas, vámonos a huelga de hambre, que nadie agarre comida, ras. Y ajá, ¿qué quieren?, decía el director. Y salía Lin. ¿Mojica, qué quieren? Y como lo veían viejo… El diablo sabe por diablo y por viejo, pero sabe. Lin movía masas, en cosas sencillas. Practicó tanto eso que, cuando llegamos todos a un solo penal, él ya sabía cómo. —Pero eso no te vuelve un jefe... —Fijate que en Barrios en 2002 había un vato al que le pedimos que nos llevara la palabra. Se llamaba el Flaco de Hoover, y Lin le dio el halago: “Esta es pija de perro”, porque sabía que la raza lo estaba pidiendo. Pero para acabárselo usó a otro, a uno de sus analfabetos. —¿¡Lo mandó matar!? —No. Mirá, el homeboy Flaco desde que entró en la cárcel empezó su proceso de reinserción: hacía dibujo, vendía cosas, adornos en plywood, así con Winnie Pooh y esas cosas. El vato era mente en ese aspecto, con las manos… Pero cuando estaban para tomar la decisión, sale ese que te digo: “¿Cómo es que ese vato nos va a llevar palabra, si cuando hubo una reyerta en Jucuapa no se metió? Él estaba en talleres… Y en San Miguel nosotros en la línea todos a la hora del topón, ¿y él? ¿Cómo ahora en la casa de nosotros, en Ciudad Barrios, él va a salir y nos va a decir qué hay que hacer y qué no? ¡Si ese vato es galleta, es peseta, es renque!” En público habló este, pero ese celo lo despertó Lin. —Sin mancharse las manos. —Cabal. Ese meeting terminó en que el vato este tiró su verba y le siguieron otros. Eran unos mercaderes, los mercaderes de Lin. A la hora de los meeting todo el tabo se reunía, se paralizaba todo, y él los lanzaba: “Opinen, perros”. Y aparecían opiniones a favor de Lin, que eran sus compradores, que sabían que si él llegaba, ellos iban a llegar. Al final el Flaco dijo: “No, yo no quiero esa camisa, porque ustedes son más acreedores”. Pero ya vio quiénes eran sus enemigos. El Hamlet, que está sentado de espaldas a las escaleras mecánicas y al sube y baja incesante de familias con bolsas plásticas, mira a los lados y se echa hacia adelante, para subrayar las frases que sabe que son las más atrevidas. —Allá en teoría no puedes hablar mal de un homeboy, en público ni personalmente. La misma raza te dobla. O sea, que en la superficie se ve como que no hay cizaña. Y aquí en El Salvador lo que más hay es cizaña. La palabra es el hilo con el que se borda el volcán de acciones de la pandilla. El Hamlet, por ejemplo, tuvo alguna vez el respeto y la experiencia para ser alguien en el Barrio, llegó a ser palabrero de su clica y a representarla en meetings importantes. Llegó a echarse al hombro misiones –asesinatos– importantes para el rumbo de la revolución que rompió la pandilla en dos o tres pedazos. Pero le faltó ser mente. Le faltó afición a lo que él llama “la política”, la conspiración constante, inacabable, para que el poder de la pandilla esté en unas u otras manos, para cambiar clecha. Por eso ha acabado teniendo un nombre, una fama, pero siendo nadie. En la pandilla la política se hace a tiros o puñaladas, pero no basta tener una pistola para ser alguien, al menos para serlo durante mucho tiempo. Detrás de todo soldado que dispara, alguien piensa y habla. El Hamlet estaba en el penal de Mariona cuando Lin salió de Ciudad Barrios y comenzó a recorrer cancha por cancha en busca de apoyos, anunciando las nuevas reglas. Supo que alguien estaba “calentando la cabeza a los morros”, dice. Era Lin, haciendo ver a los pandilleros jóvenes que hay que ir más lejos, ser más crudos que el enemigo, desconfiar siempre, adelantarse siempre, castigar siempre. En la cárcel Lin solía criticar lo que el Barrio 18 estaba haciendo en las calles. Decía que la calle tenía que formar hombres, y que algunos de los homeboys que estaban llegando a la cárcel no eran hombres completos. Pedía más carácter. “Yo cuando salga voy a hacer sonar la 18. Voy a agarrar un mierdoso y lo vamos a hacer pedazos, vamos a dejar un pedazo en el oriente, otro al norte, otro al sur, para que suene la 18”, advertía. Y todos adentro le gritaban: “Órale”, porque estaba hablando de matar a miembros de la Mara Salvatrucha, a enemigos, de demostrar hombría, de ganar espacio en las portadas de los periódicos para que los dos números viajaran por el país y que en Los Ángeles supieran lo fiera y firme que había crecido en El Salvador su semilla. —Sí, eso lo hizo, pero no solo con el enemigo. Vino a matar mujeres y alteró las leyes –se queja el Hamlet. —¿Qué leyes? —Las leyes de mano dura siempre iban a entrar en nuestro país, pero él las aceleró y entraron en 2003. Porque, cuando la mano dura entró, entró con un gran poderío de que estos son malos, descuartizan mujeres, estos arrancan la cabeza a alguien y la dejan en un parque. Y eso en El Salvador la pandilla nunca lo había hecho y, si lo había hecho, nadie se había dado cuenta de que lo había hecho la pandilla. En Estados Unidos no te permiten eso si sos pandillero. * * * En las primeras semanas de 2003, sentada ante un agente policial de mala ortografía, una pandillera del Barrio 18 relató lo que, según ella, había sucedido el 9 de enero anterior en la cervecería Mima, a una cuadra del parque Libertad y a dos del cuartel general de la PNC. Según su relato, esa noche varias decenas de pandilleros habían golpeado y violado, ante sus ojos y durante horas, a una mesera del local, lugar habitual de reunión de la 18. Lin era uno de ellos, el que daba las órdenes, el que había decidido que a Rosa N. –el nombre judicial que alguien en la Fiscalía dio a esa niña de 16 años– había que matarla porque era novia de alguien de la MS-13. La cómplice-testigo dijo que Lin en persona, primero con un machete y luego con una sierra, arrancó la cabeza a ese cuerpo de niña deshecho, la sostuvo en alto y bufoneó con su voz aguda, hiriente: “Pobrecita, la Rosita, lo que te han hecho”. La cabeza apareció al día siguiente dentro de una mochila en uno de los bancos del parque Libertad. La Fiscalía acusó a Lin y a otros 19 pandilleros del asesinato, pero él presentó pruebas de que la noche del asesinato estaba encerrado en unas bartolinas policiales en Ilopango por tenencia ilegal de armas. El caso se desmoronó, y todos fueron sobreseídos. El relato oficial de la muerte de Rosa N. se convirtió en una versión apócrifa. La supuesta responsabilidad de Lin, su “maldad sin límites”, como escribió algún periodista, en un mito que él desprecia pero del que no logra desprenderse. Sus rivales en el Barrio 18 hablan de esa decapitación, y de otras cometidas el mismo año, con la certeza con que las familias recuerdan sus nacimientos y sus muertes en las aldeas de tradición oral. Dicen que en El Salvador, mientras Lin trabajaba por construir su autoridad en las calles, descabezar un cuerpo se convirtió en un macabro sello de estilo. Según se cuenta en la pandilla, Rosa N. fue asesinada sin Lin pero por órdenes de Lin. No porque conviviera con un MS-13 sino por algo más sutil: vivía en una colonia controlada por la Mara Salvatrucha. Lin convenció a sus seguidores de que Rosita no podía trabajar en las calles de influencia del parque Libertad y vivir donde vivía. Seguro que era una espía. Con ella allí estaban vendidos. Rosita era los ojos del enemigo. Había que arrancar la cabeza en que esos ojos miraban. La ley de brutalidad que se contagiaba rápidamente por la pandilla había patrullado ya por esas mismas calles que consideraban su territorio. Cuatro días antes del asesinato de Rosa N., un sábado a eso de la 1 de la madrugada, dos jóvenes y una amiga estaban en la discoteca Samcap, la mítica Sancocho, uno de los locales más antiguos de la noche de la capital, tan solo a una cuadra de la cafetería en la que asesinarían a Rosa. Bebían cerveza, se reían, se olvidaban de su puesto de venta de zapatos, bailaban. Animado por la música, uno de ellos comenzó a agitar el puño y a hacer cuernos con los dedos, como suelen hacer los roqueros. Un gesto peligroso, porque es el que en los ochenta en Los Ángeles inspiró la garra de la Mara Salvatrucha, que apenas separa el índice y el meñique unas pulgadas más para identificarse. Un pandillero se acercó a él, con un gesto amenazante le llevó aparte y le levantó la camisa en busca de tatuajes. No halló ninguno. Lo dejó ir. Pero al cabo de unos minutos, mientras el joven bailaba, un pequeño grupo de pandilleras le ordenó salir a la calle. Los empujones siguieron a las amenazas. Sus amigos trataron de intervenir, pero un nuevo grupo de pandilleros se levantó de otra mesa, los rodearon y los comenzaron a golpear. Otros más bajaron del segundo piso y los empujaron a la calle. Instantes después, como arrastrados por una cadena invisible que los sujetara a todos como parte de una misma jauría, unos 30 pandilleros golpeaban, apedreaban y acuchillaban a los tres jóvenes. Los cuerpos sin vida de José Ismael Constanza Baires, de 17 años, y Rosa María Rivera, de 27, quedaron en una esquina, a media cuadra del local. Javier Antonio Hernández Constanza, de 29, murió esa misma noche en un hospital. * * * El autor de esas muertes no era Lin, pero sus enemigos en la pandilla le culpan de haber alimentado a ese monstruo y le achacan asesinatos brutales –entre ellos el de dos de sus mujeres– y maniobras de sangrienta propaganda. “Tengamos una semana loca”, decía en un meeting, y las órdenes bajaban en cascada para que los pandilleros de una u otra clica se comprometieran a asesinar cada uno a dos enemigos de la MS-13 esa misma semana. Dos por diez, dos por veinte, dos por cuarenta pandilleros. Hasta 80 homicidios en una semana para alimentar el respeto de los palabreros en Ciudad Barrios y la autoridad de quien los estaba representando fuera, en la libre. La Policía lo dijo. El entonces director de la PNC, Ricardo Menesses, declaró en público que “las maras”, ese nombre genérico con que se abarca a todas las pandillas de Centroamérica, se habían marcado una cuota de homicidios a la semana o al mes, que las cifras se disparaban por eso, que no era culpa del mal gobierno, de la falta de política anticriminal, de una mala policía. La mayoría no le creímos. Porque estábamos cansados de excusas, porque era evidente que el gobierno de Francisco Flores no tenía una política anticriminal coherente. Porque era absurdo eso de las cuotas. No tenía finalidad, no tenía sentido. En realidad lo tenía, pero Menesses no quiso o supo revelarlo. En las calles se estaba edificando un poder. En el mundo medieval de la pandilla Lin estaba luchando por construirse un respeto que sometiera al resto de respetos. Esas muertes le permitieron en poco tiempo encabezar la mesa redonda de los palabreros de la 18. En la pandilla llaman clecha mala a la línea que emana de alguien que antepone el interés personal al de la pandilla. Hoy, cuando algunos hablan de Lin, ya en pasado, hay quienes aseguran que la suya era clecha mala. Pero a partir de aquel inicio de 2003 fueron cada vez menos los que, entre los pandilleros con edad y galones, se atrevieron a desafiar su autoridad. Y para los más jóvenes, pandilleros de 12 o 13 años sobreexcitados por la vorágine de violencia, no debió de ser muy sencillo decidir qué clecha era buena y cuál era mala. Probablemente porque ambas se parecen demasiado. * * * —¿Cómo es posible que nadie desde Ciudad Barrios pusiera límites a Lin? –preguntamos una tarde al Hamlet. —Esto empezaba… Y las clechas del Barrio estaban cambiando. Como todos andábamos faltos de clecha, porque la pandilla no es nata de aquí, los venidos de los Estados decían que ellos tenían la verdad. “La pandilla 18 camina así en Honduras, camina de la manera que vos conocés en Guatemala, camina así en El Salvador… Ahora hagamos que camine así en San Martín, en Soyapango…”, decían. Y él quería que la pandilla caminara como él decía. Y el resto decían: “Está haciendo algo bueno, está jalando una sola pita, en la línea”. Una sola clecha para todo El Salvador. Muchos entramos en contra de nuestra voluntad. Ni modo, probemos. “¿Quién soy yo para rebelarme? Para que digan ¿quién es este hijueputa?” —A Lin lo conocieron en todo el país porque el tabo avisó a todos de que iba en su nombre. —No. No había tanta organización entonces. A Lin lo conocieron en todo el país porque él se hizo una imagen pública. Se la hicieron los medios, el gobierno. Había jóvenes de 18 años, 19, que veían la tele y se creían eso de que Lin era el jefe de la 18. Los medios tuvieron mucha culpa, porque los morros en vez de cubrirse el rostro y no dejarse ver porque algún día van a recobrar su libertad y van a pasar por lugares y les van a decir, “ah, este maje es el que salió en la tele, matémoslo aquí”, ellos se jactaban en la televisión. “Hasta la maldita muerte, órale, va”… Y eso lo inculcaba él, ¿me entiendes? Todo lo que hacían los morros llevaba hasta él. El Hamlet no es el único que atribuye al periodismo haber entronizado a Lin. El Scherlock, el dieciochero que fue bachiller y con el que el Hamlet coincidió en el penal de Mariona, nos dijo algo parecido: “Lin es un misterio. Antes de que los periódicos dijeran que era el líder de la 18, en la calle no lo conocía nadie. ¡Pero nadie!”. Es probable que exagere, aunque no son pocos los pandilleros de la 18 que repiten que Lin multiplicó su poder a golpe de periódico, a base de que sus detenciones o liberaciones en 2003 y 2004 abrieran los noticieros. Todo sucedió muy rápido, muchísimo: el Viejo Lin salió de la cárcel en agosto de 2002 y a finales de enero de 2003 los medios de comunicación ya lo presentaban como el líder del Barrio 18. A veces. Otras, el policía de turno filtraba al reportero de turno que Lin era nomás el cabecilla de la 18 en Soyapango. O uno de los muchos líderes. Eran días de confusión, en los que el hambre por explicar lo que sucedía arrastraba a autoridades y a periodistas a páginas y páginas de palabras y fotos no siempre precisas pero sin excepción espectaculares. A Lin le gustaba repetir que en la pandilla era uno más. “Son mentiras de la Policía. No soy el jefe de nada. Aquí todos somos iguales”, decía ante los micrófonos y cámaras de televisión. Pero no era cierto. En los seis meses que pasó en la calle desde su salida de Ciudad Barrios hasta su captura el 24 de enero de 2003 por homicidio y tenencia de armas de guerra, Lin sostuvo constantes reuniones con diferentes clicas para hacerles ver precisamente lo contrario: que había jerarquía. Sus actuales enemigos aseguran que en esos días pasaba la mayor parte del tiempo drogado, que una vez, con la confianza impostada de la gente de Ciudad Barrios, pidió prestadas armas a una clica de San Salvador y las empeñó en Sonsonate para comprar piedra, crack, ese pequeño demonio blanco que la pandilla siempre ha prohibido consumir. En el Barrio 18 se fuma marihuana, pero se castiga al que huele pega o fuma piedra, porque nubla la razón, te hace vulnerable al enemigo, ensucia la firmeza con la que debe caminar el Barrio, dicen. De Lin reclaman que no caminaba recto, aunque en los meetings proclamara que los nuevos tiempos requerían más disciplina y leyera una lista de 26 nuevas y rigurosas normas para regir la pandilla. Aun si fuera cierto, su adicción al crack no debilitó su pulso. Avalado al principio por las wilas del puño y letra de los pandilleros de Ciudad Barrios, y respaldado después por palabreros de Santa Ana y de San Salvador que se plegaron a su liderazgo, Lin fue aleccionando a todos en una nueva lógica de funcionamiento: las canchas podían mantener cierta autonomía pero, ahora que la pandilla era grande y protagonista, debían someterse por primera vez a una voz paternal, a la tutela de un reducido grupo de palabreros que desde la cárcel eran gobierno. Y a la guía de su representante en la calle: Lin. Vecinos de Las Palmas, esa comunidad agazapada a espaldas de la Zona Rosa de la capital y desde la que se coordinan parte de los delitos que se cometen en las puertas y parqueos de los bares de moda de San Salvador, cuentan cómo el Chino Tres Colas, el principal hombre de confianza del Viejo Lin, apareció un día para exigir que se comenzara a rentear, uno por uno, a todos los pequeños negocios y casas de la colonia. Casa por casa, vecino por vecino. Una parte fija de ese dinero se le debía hacer llegar a Lin, que iba a centralizar las ganancias de todo el Barrio 18 para con ellas ayudar a quienes estaban en la cárcel, comprar armas para las clicas que las necesitaran, establecer prioridades. La nueva autoridad metía las manos en el agua que en realidad mueve los engranajes de la pandilla: sus negocios, su dinero. El Muerto de Las Palmas, el palabrero de la colonia, a quien muchos conocen también como el Cementerio, le dijo a Tres Colas que no, que Lin estaba loco si pretendía administrar su renta, que su cancha seguiría leal al Barrio 18 pero actuando por libre.
El Cementerio, preso atado de pies y manos.

 Otro palabrero que, sin pretenderlo, se estaba convirtiendo en Revolucionario. Otro pandillero que, como el Cranky o Duke antes, se ganaba un enemigo peligroso dentro de su misma pandilla. * * * Franklin es un antiguo dieciochero con una Biblia en la mano. Desde 2006 es cristiano y no participa en las actividades de la pandilla, pero no olvida la primera vez que vio a Lin, hacia el final de 2002. Habían llamado a todas las clicas de Soyapango a un enorme meeting en el reparto La Campanera y al frente, flanqueado por algunos hombres armados y un reducido grupo de palabreros de la zona, estaba ese hombre delgado del que todos habían oído hablar en los últimos meses. Sin rodeos, Lin se presentó a sí mismo como el nuevo líder nacional, como el jefe de todas las clicas. Miró a su izquierda, extendió el brazo y apuntó al Baby, un pandillero corpulento, moreno, con candado chicano, el principal palabrero de Soyapango hasta ese momento. —Aquí el homeboy seguirá siendo su palabrero, pero a partir de ahora me rendirá cuentas a mí –dijo. El meeting entero estalló en gritos. Unos estaban de acuerdo, muchos otros no. El Baby no dijo nada. Pero no aguantó demasiado tiempo callado. Al día siguiente, reunió a su clica y les dijo a todos que Lin era casaca, que las cosas iban a seguir como hasta entonces, que todos sabían lo que le había costado levantar esa cancha y no iba a entregarla al primero que llegaba. Al Baby lo mataron el 25 de septiembre de 2003. Lo ametrallaron. En Soyapango toda la pandilla supo quién había dado la orden. * * * Que Lin ordenó asesinar a muchos de sus adversarios en la misma pandilla es algo que saben los miembros del Barrio 18 en toda Centroamérica. En la cárcel de Támara, a las afueras de Tegucigalpa, en Honduras, le preguntamos a un pandillero retirado que lleva más de 20 años sobreviviendo en las calles y los penales hondureños si oyó hablar de las purgas en el Barrio 18 de El Salvador y de la posterior ruptura de la pandilla. “Eso ya no tiene solución. Lin derramó demasiada sangre”, dijo, mientras negaba con la cabeza. Los cadáveres del Baby, del Camaracho, del Big Lonely, de la Chola y de otros palabreros ajusticiados por la misma pandilla asentaron durante 2003 el gobierno interno de Lin, al mismo tiempo que resquebrajaban la unidad que él intentaba imponer. Clicas enteras empezaron a acumular rencor. La Policía supo parte de lo que estaba sucediendo en la 18 y lo llevó a los periódicos con titulares que hablaban de “vendetta”, de lucha interna por el poder, de asesinatos en los que las víctimas eran, según las autoridades, el número dos, el número tres, el número cinco, en el escalafón de la pandilla. Números sin ningún sentido en el sistema de toma de decisiones del Barrio 18, que no tiene línea de sucesión y en el que cada clica, cada tribu o conjunto de clicas, tiene un fuerte nivel de autonomía siempre que se someta a los lineamientos generales de la rueda principal, de la cúpula, que generalmente opera desde la cárcel. En algunos temas, incluso, cada pandillero toma sus propias decisiones… y se atiene a las consecuencias en el caso de que estas no logren la posterior aprobación de sus superiores. A mediados de 2003, la Dirección General de Centros Penales trasladó al núcleo central de la pandilla 18 de Ciudad Barrios al penal de Chalatenango. Lin en ese momento estaba en la cárcel de San Francisco Gotera, de donde salió en mayo de 2004. Solo pasó dos meses en libertad. En julio fue de nuevo a la cárcel, por tenencia de armas de guerra, y lo enviaron a aquel nuevo cuartel general. Desde Chalatenango reorganizó el Barrio 18. Hizo girar la rueda alrededor suyo y creó una estructura de 20 palabreros que en la calle o en la cárcel actuaban como su comandancia. En secreto, a esa comandancia, los dieciocheros que temían pero rechazaban el poder de Lin la llamaban despectivamente los 20 puerquitos. * * * —Lin se deshizo de quienes le podían hacer sombra. Decía: “Si es necesario botar clicas enteras, clicas enteras vamos a matar… pero aquí la 18 va a caminar con una sola línea” –cuenta el Hamlet. —Y para lograrlo comenzó a depredar la misma 18. —Claro… eso pasó con aquel al que le decíamos el Baby. Era uno de los que creció en Soyapango. —¿Soyapango se rebeló contra Lin? —Más que nada las cabezas. Siempre existió una regla en el país de que homeboy que mata a homeboy se muere. —Lo que le pasó con Pizurra. —A huevo, así fue. —Pero a Lin se le permitió romper esa regla. —Al principio lo hacía bajo de agua, o convencía a su gente de que era por el bien del Barrio. —Nos han dicho que Lin les hacía creer que esas muertes eran cosa de las dos letras (MS). —Es que lo negociaban los palabreros. Yo estuve en una reunión en la que al menos una vez se habló de entregar a un homeboy a los contrarios, y Lin aceptó, y otros aceptaron. En la pandilla Lin hizo lo que quiso, porque muchos se callaron pensando: ¿Qué ondas si me volteo y él me tira a cualquier lado? El viejo tenía influencia, respeto… —El Cranky, por ejemplo, se le oponía. —Había muchos que se oponían, pero nadie podía decirlo. Te podía llegar alguien y decir: “¿Ya viste cómo está actuando el viejo?” Pero tú no sabías si ese homeboy te lo decía para saber lo que tú tenías adentro, así que decías: “No, hombre, no hables así del viejo…” Se supone que en la pandilla hay hermandad pero ahí ya nadie tenía confianza en nadie. Oíme, Lin siempre fue piedrero, y antes de estar juntos todos en Ciudad Barrios llegó al extremo de por unas piedras tatuarle las letras de la mierda seca a un loco. Y muchos sabíamos y nadie le sacaba eso. ¿Por qué? Porque si se lo sacabas, perdías, porque él tenía la dictadura. Hacía cosas que si yo las hago con un lapicero me pegan una gran matada, por andar escribiendo cosa de los rivales. Pero nadie se le paraba enfrente a Lin… Hasta que ocurrió lo de Mariona. A las 3 de la madrugada, Silvia Yamileth terminó su turno como repartidora de fichas en el Casino Colonial, en Antiguo Cuscatlán, y salió al parqueo donde le esperaba el Mazda 323 de su novio, Carlos Roberto, que también trabajaba en el casino, pero que había tenido el día libre. Eran pareja desde hacía solo un par de meses. Ella tenía 29 años, era hondureña, y llevaba varios años viviendo en El Salvador. Él tenía 25 y vivía con su padre. Ambos cobraban un salario de unos 260 dólares mensuales. Pusieron juntos rumbo a casa de ella, a las afueras de San Salvador, pero a la altura de la gasolinera Shell de la 25a. Avenida Norte un vehículo comenzó a seguirlos y al llegar a la Santa Lucía, ya en Ilopango, les cerró el paso. De él se bajaron cuatro hombres armados. Pandilleros de la 18. Aquel 27 de julio de 2005 el cuerpo del Cranky yacía, aún caliente, en el suelo del parqueo del Cesar´s, pero la noticia de su asesinato corría ya de boca en boca y el Muerto de Las Palmas, junto a algunos pandilleros de la colonia IVU, querían disparar su rabia. Reunió a su gente, les contó lo sucedido y dio órdenes para alistar armas, robar un carro e ir de inmediato a la caza del Chino Tres Colas. El Mazda de Carlos Roberto encajaba en sus planes. Los soldados del Muerto no querían testigos, así que llevaron a los dos jóvenes a las inmediaciones del Rancho Navarra, les hicieron arrodillarse y, sin más ritual que el de la rutina de los sicarios, los ejecutaron. Un disparo en la cabeza a cada uno. Ella vestía aún el uniforme del trabajo y sobre el pecho una placa con su nombre. Después, los pandilleros se dirigieron a la colonia residencial Bosques de la Paz, donde vivía Tres Colas. No lo encontraron allí. La casa estaba vacía. Que después de matar al Cranky el Chino Tres Colas llegara a casa como quien sale de la rutina del trabajo era, quizá, esperar demasiado. Pospusieron su venganza. Los cuerpos sin vida de Silvia Yamileth Dubón Álvarez y Carlos Roberto Méndez Najarro fueron hallados cuando por fin amaneció aquel 27 de julio. Algunos testigos dijeron que habían escuchado los disparos. Otros hablaron de un vehículo verde. La Policía, aunque las víctimas no llevaban documentos y tardaría todavía 24 horas en identificar los cadáveres, dijo a los periodistas que sospechaban que se trataba de un crimen pasional. * * * Esa noche, en la IVU, se celebró la vela del Cranky. En todo el perímetro de la cancha de fútbol de la colonia se apostaron pandilleros armados, y en las entradas de la colonia los vecinos –familiares, amigos o cómplices de la pandilla en su mayoría– se pusieron alerta. Era poco probable que alguien del entorno cercano a Lin tuviera el descaro o la valentía de aparecer por allí, pero el ataúd expuesto en la casa comunal era la mejor prueba de que en el Barrio 18 ya no quedaban imposibles. Los pandilleros hacían un esfuerzo por no hablar demasiado sobre la balacera de la noche anterior en el parqueo del Cesar’s. Quien tenía detalles los guardaba. Conocedores del intento fallido del Muerto, quienes deseaban salir a castigar a los culpables esperaban órdenes. El Gato, uno de los homeboys de confianza del Cranky, se acercó al Smooky, uno de los palabreros del parque Libertad, se apartó con él a una esquina y le contó lo que sabía: la madrugada anterior, pasadas las 2 de la madrugada, Duke en persona, herido y camino del hospital Rosales, había llamado por teléfono a otro homeboy preso en el penal de máxima seguridad de Zacatecoluca para contarle que habían matado al Cranky. Le dijo también el nombre de quienes dispararon. Desde Zacatraz, la noticia se había regado de inmediato al resto del país. Dos semanas después, el cadáver de un soldado de Tres Colas apareció dentro de una bolsa de basura, en la carretera hacia Chalatenango. Lo habían bajado a la fuerza de un bus y lo habían ejecutado. Poco después vendría el atentado en Valle Verde contra Eddie Boy y el mismo Tres Colas. Tras un año de amenazas y lenta desconfianza mutua, el asesinato del Cranky había desnudado los odios. El Hamlet recuerda un meeting, a finales de aquel año explosivo, en el que los palabreros del oriente de San Salvador pasaron cuentas. ―Se habló uno por uno, viendo quién había limpiado su cancha y quién no. “¿Y vos ya limpiaste la tuya?”, te decían. ―¿Y si no lo habías hecho? ―Se mandaba a alguien más a cumplir la misión. Limpiar y cumplir la misión son sinónimos de asesinar. En este caso a los Sureños, a quienes no se alinearan con la nueva Revolución. Del otro lado, otros limpiaron de revolucionarios otras canchas. “La cosa era proteger el territorio”, dice la Biutiful, que se retiró de todo, o de casi todo, en 2006. Recuerda cómo cobró fuerza la R cuando hicieron de la figura del Cranky una bandera y de su asesinato una razón definitiva para la fractura. En el penal de Cojute, todos los presos se raparon el cabello como hacía el Cranky, a modo de homenaje. En la IVU, al joven Xochilt, que tiempo después se convertiría en palabrero de la colonia, le rebautizaron como Little Cranky. —Tres Colas estaba encargado de la panadería que había puesto Homies Unidos en La Campanera, y la usaba para tapar los negocios que él estaba haciendo allá. Se supone que el asunto del Cesar’s vino porque el Cranky estaba queriendo pelearle el proyecto a Tres Colas y llevárselo para tapar sus asuntos en la IVU. La panadería a la que se refiere la Biutiful es la que aparece en el documental “La vida loca”, que el fotógrafo Christian Poveda grabó entre 2006 y 2007. La película narra la convivencia de un grupo de pandilleros inscritos en un proyecto de rehabilitación administrado por la ONG Homies Unidos. Uno de sus protagonistas es Heriberto Henríquez, Eddie Boy, juzgado y condenado junto al Chino Tres Colas por el asesinato del Cranky. —¿Tres Colas movía la droga de Soyapango y de la Zona Rosa? —Todavía la mueve. No le voy a mentir: la pandilla era fuerte, era un monstruo, pero internamente dejó muchos daños, muchos homicidios, y todavía van a caer varios. Antes te hablaban de que en la pandilla eras una familia. Hoy solamente se pelean la droga, las armas y el poder, tener un rango dentro de la pandilla. El Viejo Lin asegura ahora que cuando mataron al Cranky él ya había renunciado a ese poder del que parecen emanar todos los odios. Cinco meses antes, el 7 de febrero de 2005, la Dirección General de Centros Penales había sacado de Chalatenango a Lin y a algunos de sus principales palabreros y los había dispersado por distintos penales del país. Lin fue llevado a San Francisco Gotera y, 24 horas después, lo enviaron a la cárcel de máxima seguridad de Zacatecoluca. Lin empezó entonces a decir que se retiraba, que dejaba esa pandilla dividida en manos de otros y se hacía a un lado. Sus enemigos no le creyeron y siguen sin creerle. En las entrevistas que ha concedido desde entonces, las palabras de Lin están a medio camino entre el reconocimiento de que fue derrotado por sus enemigos internos en el Barrio 18 y el anuncio de que algún día volverá a levantarse. A comienzos de 2010, los pandilleros de la 18 recluidos en el penal de Cojutepeque pidieron formalmente por carta a la Dirección General de Centros Penales que los separara. A pesar de que Lin ya no lideraba la pandilla, las diferencias continuaban y la convivencia se había vuelto imposible. Las autoridades accedieron al traslado y el 10 de abril de 2010 reacomodaron el sistema penitenciario entero para separar a los 18 Revolucionarios y a los que desde ese momento se comenzaron a autodenominar 18 Sureños, en referencia al origen de la pandilla en el sur de California. Cojutepeque -donde la Revolución se levantó- quedó en manos de los sureños. El penal de Quezaltepeque fue adjudicado a los Revolucionarios. En la cárcel de Izalco, adjudicada al Barrio 18, las dos facciones de la pandilla ocupan desde aquel día sectores diferentes y no tienen ningún contacto entre sí. En las bartolinas policiales, Sureños y Revolucionarios también ocupan celdas separadas. Lo mismo ocurre en Zacatraz. Lin comparte celda con Tres Colas. Ambos aseguran haberse desmarcado del resto de la 18 y formar parte de un nuevo grupo, el tercero, el de los Retirados. Duke, quien fuera el mejor amigo del Cranky, comparte sector y celda con el Cholo William, uno de aquellos pandilleros que levantaron el Barrio 18 en la plaza Libertad y a quien la Policía considera en este momento líder de la R. Duke acumula múltiples condenas, una de ellas a 15 años de prisión por el intento de asesinato contra Tres Colas en agosto de 2005. En su mismo sector está el Muerto de Las Palmas, el hombre que plantó cara a Tres Colas cuando le pidió que le entregara sus beneficios de la renta, que trató de vengar al Cranky la misma noche de su asesinato y que fue condenado a 30 años de cárcel por participar en la masacre del Plan de la Laguna, donde murieron tres niños y dos mujeres, una de ellas embarazada. Aquella matanza pretendía, de hecho, acabar con la vida de una joven que incriminaba a Duke en otro asesinato. En otro sector de Zacatraz, sin contacto con Lin ni con los Revolucionarios, está la cúpula de los Sureños. Los únicos que, en ese penal, no han querido dar entrevistas. Dicen que no quieren hablar con periodistas sobre la ruptura interna de la pandilla. * * * Se abre la reja que conduce a las celdas, y Tres Colas sale esposado. Su presencia inspira distintas sensaciones. La última es miedo. Serenidad no es la palabra más precisa, pero es la primera que se viene a la mente. Soporta sin el mínimo gesto la tosca revisión de los soldados, se sienta en la silla detectora de metales, pone la barbilla en el escáner que asegura que no esconde trampas en la boca, se descalza, le meten mano hasta en la entrepierna, luego el detector de metales manual… nada. El temible Tres Colas no levanta ni una ceja. Camina por el pasillo que lo llevará hasta la sala de audiencias dejándose guiar por los cuatro custodios y tres militares que vigilan sus pasos. Desde una celda especial ubicada en el pasillo de salida, conocida como La Exclusa, un pandillero tatuado con los números del Barrio 18 lo insulta, y Tres Colas pasa de la parsimonia a la ira en un segundo: “¡¿Vos qué estás hablando, bicho hijueputa!? Ya sabemos que vos trabajaste con la DECO, hijueputa”. Los custodios y soldados se apresuran a meterlo en la sala de audiencias, y tras ellos entramos nosotros. Aún con la respiración acelerada, Tres Colas toma asiento, se quita los lentes y los pone sobre la mesa. Se limpia el sudor de la frente y se vuelve a colocar los lentes. Nos extiende la mano. “Carlos, mucho gusto. ¿De qué querían hablar?”, pregunta. —¿Por qué tenía que morir el Cranky? —Por varias situaciones. Se le dio la oportunidad varias veces, y no lo aprovechó… Ya estaba que se tenía que morir. Pero lo del Cranky no fue como anda diciendo la gente de la R. Es mentira. Las personas que han hablado no lo han hecho con intención de ayudar, sino de sacar el coraje que ellos traen dentro, manipular las cosas y hacernos ver mal a nosotros. Fue un pretexto para destruirnos, para desorganizarnos. Y lo lograron. —¿Cómo? —Pactaron con la DECO (la División Élite contra el Crimen Organizado de la Policía Nacional Civil), porque fue la única forma que pudieron… ¿Ya sabés cómo nos sacaron de Chalate? A uno por un lado y otro por otro, sin comunicación. Mirá lo que han logrado. Mientras estuvimos nosotros no hubo masacres de niños. Y mirá la masacre del Plan de la Laguna… Ahí podés ver la mente que los de la R tienen. —¿En el momento en que matan al Cranky tú todavía estabas en la rueda de decisión? —Ellos nos tildaban… Muchos dicen que nosotros éramos palabreros. Yo nunca me consideré palabrero. Yo simplemente aportaba lo que yo podía aportar en lo productivo, porque nosotros siempre tuvimos una visión más grande. Como llegó la guerrilla a un gobierno, nosotros estábamos preparando gente, que estudiaran, que se prepararan para abogados, porque no solo porque sos pandillero no podés lograr unos objetivos. —Gente que fuera abogado pero que siguiera dentro del Barrio. —Como te digo, ellos lo deshicieron. Algunos sureños, como el bocón que está ahí, estaban de acuerdo con lo que los revolucionarios armaron con la DECO: sacar a todos los que estábamos en Chalate. —¿Dices que la DECO está metida tanto en el Sur como en la R? —Sí. —¿Por qué de repente colapsa una estructura como la que tenían ustedes en la pandilla? —Lo que estos hicieron es crearle una imagen a Lin negativa, pero todo era mentira. Dijeron que él estaba comiendo el dinero de la pandilla, que él hacía esto y lo otro, y era mentira. ¿Con qué objetivo? Para agarrar poder. Acordate que son morros que empiezan y piensan que todo es color de rosa. Esto de estar en la pandilla es grande, pues, y a lo único que te lleva es a la muerte, al hospital o al cementerio. Y estos señores se unieron con los Revolucionarios para inventar lo que sacaron de Lin. Señores que todavía están dentro del Sur. —Estamos hablando de un Barrio que está roto. —Está despedazado. Lo de "Viejo" no le gusta nada. Asegura que es un mote despectivo con el que le llamaban sus adversarios. "En un mundo que tiene millones de años de existir, ¿qué tan viejo puede ser lo viejo, compadre?", refunfuña. Pero lo cierto es que Lin está viejo. Sobre todo en este mundo, donde no se estila peinar canas, tener 50 años es estar venerablemente viejo. Carlos Ernesto Mojica Lechuga es probablemente el pandillero más célebre en El Salvador. De su afilada delgadez, de su cabeza prominente, de su risa de vampiro, de su gesto burlesco, de su piel morena, han hablado incontables portadas de periódicos y tomas de noticieros que lo anuncian. Según el saber colectivo, Lin está atrapado desde hace varios años en la cama de un pick up policial, desde hace años vive esposado, desde hace años es líder de... de algo. ¿Quién recuerda de qué? Simplemente ha sido jefe de algunos malos. En alguna foto era un hombre extremadamente flaco, con el cabello negro, y en alguna línea de periódico, en alguna voz de la televisión, decía eso... "líder". Lleva un epitafio en la frente que dice "En memoria de mi madre", y tiene los brazos tatuados con sombras indescifrables. Ahí termina lo que el saber popular, lo que la enciclopedia colectiva de salvadoreños, nos dice sobre el Viejo Lin. * * * En el penal de máxima seguridad de Zacatecoluca hay una celda especial. Se conoce como La Exclusa. Cada vez que un interno regresa a la cárcel proveniente de una audiencia o de una revisión médica especializada, debe quedarse en La Exclusa un tiempo. No podrá ingresar a los sectores del penal ni a su celda sino hasta que vacíe el estómago. Para abreviar: el reo debe cagar frente a los custodios para que estos estén seguros de que no lleva nada dentro de su cuerpo. Uno de los días en que visitamos Zacatraz, en La Exclusa había varios pandilleros de la Mara Salvatrucha. Uno de ellos tenía en la cara las dos letras de esa pandilla, y otro había convertido sus antebrazos en un letrero gótico: MS. Fue la algarabía que formaron la que nos alertó de que del interior profundo de esa prisión estaba saliendo el Viejo Lin. ―¡Ehh, Viejo Lechuga! ―¿Qué pasó, viejo? ―Prestame el libro de las mujeres de la Mafia. ―Simón, ahí lo tengo. Pero oíme... creo que te voy a prestar uno mejor. ―¿Cuál? ―El Cártel de los Sapos... es de gánsters. ¡Pero ida y vuelta! ―Jejeje... Simón, ya sabés. Luego, uno de los MS se divirtió imitando la voz gastada de Lin. Ellos comparten con el más reconocido dieciochero un sector de la prisión destinado para pandilleros retirados. Lin tiene un andar desparramado, como si su cuerpo fuera de hule. Sus alargadas extremidades lo hacen parecer más alto de lo que en realidad es. Camina con el torso echado para atrás, como lo haría un adolescente pendenciero. Su cuerpo tatuado de arriba a abajo y el look cholo –unos pantaloncillos blancos abajo de las rodillas, unos calcetines blancos subidos y unos enormes tenis blancos– le dan un aire juvenil. Pero ya hemos dicho que Lin está viejo, que eso es una ilusión. Cuando se le mira de cerca aparece su medio siglo de vida. Aunque tiene el pelo rapado, en el cuero cabelludo se le adivinan un sinfín de puntitos blancos. Ha perdido el rostro anguloso con que lo vimos en las noticias. Ahora su cara se ha redondeado, las mejillas se han caído, hay papada bajo su barbilla y algunos de sus dientes son artificiales. Su voz arrastra el sufrimiento de un cuerpo pandillero: parece un gemido doloroso, posiblemente recuerdo de la tuberculosis a finales de 1997, cuando estaba en el penal de San Vicente. Durante varias horas, en distintos días, conversamos con Lin sobre lo que ha ocurrido los últimos años en la pandilla que lleva tatuada en la piel, de la que es miembro desde que era un niño. Es un espadachín del argumento y muchas veces se enoja cuando sus mensajes encriptados, cuando el fino interlineado de sus palabras, no es entendido con la celeridad que quisiera. Abundan los episodios en los que detiene la conversación: "¡Me extraña que no hayás entendido... se ve que no me estás poniendo atención!". Lin también es un escapista brillante. Cuando no quiere contestar, hace sonar cascabeles que usualmente consiguen desviar una pregunta. Es evidente que tiene formación política. Su discurso está plagado de categorías marxistas, de modos de organización que fueron modélicos durante la Guerra Fría, o de terminología de la guerra civil salvadoreña. A las políticas represivas contra pandilleros las llama "de yunque y martillo", dice que la sociedad considera a los pandilleros "lumpen", y que él dirigía al Barrio 18 según un modelo de "centralismo democrático". Este veterano del Barrio 18 tolera el infinito calor que hace en una sala de audiencias, al interior de la cárcel; gesticula todo lo que le permiten sus manos esposadas y poco a poco se va soltando ante dos periodistas y contándoles a trompicones su versión de una ruptura. * * * No sé –dice Lin– si en realidad se habrán formado un cuadro bastante cercano a la realidad histórica... o sea, sobre el desarrollo de la pandilla. Así como a ustedes, ha habido policías de organismos élites de carácter investigativo a los que les han dado un montón de paja. ¿Quiénes? Los compadres de nosotros allá afuera. Hay mucha distorsión, incluso cuando no nos habíamos dividido. Hay cosas que en realidad estoy limitado para contártelas, porque no puedo. Les voy a tratar de expresar en concreto cuál era la línea de nosotros. ¿Quiénes son nosotros? Sí, te lo tengo que aclarar: yo y otros compadres fieles a mi persona –y tal vez no a mí, sino que siempre coincidimos en la misma línea de pensamiento– nos hemos retirado. ¿Se han retirado o los han retirado? Nos hemos retirado, porque podríamos continuar peleando por el poder. No nos interesa. Puede que sí podamos. Por eso digo que te han dado un panorama distorsionado, porque quienes nos hemos retirado tenemos lo que ellos no: el acceso a organismos y a personas que a ellos no los oyen y que a nosotros nos siguen oyendo. Tanto clandestinos como oficiales. ¿Quiénes son ellos? Los activos de ambas líneas. Aquí existimos tres líneas: nosotros los Retirados, los Sureños y los de la R (los Revolucionarios). Tal vez los Sureños nos consideran a algunos de nosotros como parte de ellos, pero yo no me considero parte de ellos. ¿Ahorita o nunca te consideraste? No existían antes. A partir del momento en que se formaron, su lineamiento y su política no me parecen. Hay cosas que aun siendo parte de la pandilla, yo he aborrecido de estos cipotes de las últimas generaciones: el asesinato de niños y de señoras, de cobradores, de motoristas... Eso jamás se vio mientras yo estuve al frente de la pandilla, porque sí, estuve. Esas son cosas que ni yo ni otros compañeros permitíamos. Los Revolucionarios aseguran que tú estabas centralizando el dinero y que además llevabas a cabo una purga interna de quienes no te eran leales. Dicen que estando en Mariona te pidieron ayuda, para evitar ser masacrados por sus adversarios y que te negaste. También dicen que mandaste a matar al Cranky. Yo no manipulaba dinero de las rentas, si a eso te referís. Nunca me mezclé en eso. Nadie dice que eras tú el que contaba el dinero... Sabía cómo ocurría la situación, pero había gente encargada de eso. En cuanto a lo de las purgas, esa es otra falacia. No sé con quién han hablado. Nosotros, la pandilla verdadera, llamamos a eso escoria, a los de la R, porque esa es la escoria de la pandilla. ¿Por qué son escoria? La mayoría de los que bajamos del Norte traíamos y mantenemos los mismos principios con los cuales vinimos. Nunca estuvimos de acuerdo con las violaciones, con el asesinato de niños, con andar usando piedras en las calles, robándole a la viejita su cadenita. Eso era parte de las reglas de nosotros. Instituimos reglas que prohibían todo este tipo de acciones. Se prohibió robar en la colonia, en las diferentes colonias, entonces toda esta gente, cuando caían presa, pedía ir para Mariona, porque nosotros teníamos reglas y si habías cometido el error, tenías que pagar. ¿Estás diciendo que a Mariona llegaba la gente del Barrio que quería evitar el castigo? ¡Gente que quería evitar el castigo! Gente que tal vez en las calles andaban encendidos en la pipa, robando... Te voy a decir algo: no es que nosotros viéramos la cuestión desde un punto de vista santo, como que fuéramos monjas, no queríamos crear monjas; pero sencillamente sabíamos hacia dónde nos iba a guiar ese tipo de gente. La situación del asesinato de niños es una regla de la pandilla que viene desde 1938. ¿Cómo decidís quién merece morir y quién no, si brincan a menores de edad? La clica de la IVU la llevaba un niño de 16 años al que llamaban Charly. Pero esa no ha sido nuestra gente. Te voy a traer a cuenta la masacre del Plan de la Laguna... ¿quién creés que la llevó a cabo, qué línea? O la masacre del micrubús en Mejicanos, ¿qué línea cometió esto? ¡La R, la R! ¡Ellos, los de la R! Con la cuestión de Mariona, cuando ellos me solicitaron ayuda, no estuve de acuerdo. La situación es un poco más compleja. Otra falacia: el Cranky era alguien insignificante. Era importante para Duke, porque era su compadre, pero de ahí él no era nadie. El Cranky ya había sido declarado traidor por la misma pandilla desde tiempos atrás. ¿Cuando la pandilla eras tú? No, cuando la pandilla era la pandilla, cuando era una sola pandilla. El Cranky traía más de cuatro muertes de los mismos compañeros y de alianzas con la pandilla contraria. La historia del Cranky es larguísima. Era un traidor. Cuando lo mataron yo aquí estaba (en la cárcel). Nadie te acusa de jalar el gatillo. Hay un error bien grave aquí. Te voy a explicar qué es lo que todo el mundo asume: los palabreros tenían poder de decisión. Nosotros trabajábamos en base a un centralismo democrático. No te estoy hablando de un pluralismo, sino de un centralismo democrático. ¿Ya sabés el modo de operar de la pandilla en cuanto a los meeting? La opinión de la mayoría es la que cuenta. Si no, no tendría sentido, no se va a hacer un meeting si preguntás ¿matamos a fulano? y todos dicen que no, y yo dijera que no importa, que de todas maneras lo voy a matar. La cuestión del Cranky no la decidí yo. Nada personal ni con él ni con Duke. ¿Te opusiste? Noooo... Te acabo de explicar que nosotros trabajábamos en base a un centralismo democrático. Aquí no era que porque yo quería ver muerto a alguien. Yo pude tener mis compadres afuera y que si alguien de alguna manera... ¿ves? Hay cosas que aún en estos tiempos puedo hacer ¿entiendes? No vamos a ir muy lejos: ¿sabías que gente de los Sureños nos están pidiendo de nuevo? Nos están pidiendo que volvamos. Porque a partir del momento en que la pandilla se dividió todo se vino abajo. Todo. * * * El mundo de este hombre tiene barrotes. Hace mucho que no decide qué come, o dónde o a qué horas hay que ir a la cama. Casi el 70% de su vida como adulto ha transcurrido en una cárcel. Desde 1991 hasta la fecha apenas ha vivido menos de 12 meses en libertad y ha recorrido 11 de los 19 penales de El Salvador. Ahora pasa el día entero encerrado en una celda que comparte con Chino Tres Colas. Tiene 30 minutos de sol a la semana y cada vez que camina por los pasillos de Zacatraz va escoltado por custodios. Le decimos que imaginamos que un hombre llega a olvidarse de la libertad, que tras años encerrado ese hombre se hará a la imagen y semejanza de los barrotes que lo limitan. Le decimos que después de tantos años lo imaginamos torpe en la libertad. Nos dice que imaginamos mal, que la libertad solo la puede apreciar un hombre que la ha perdido tanto tiempo. El caso de Lin por el asesinato de una mujer que apareció desmembrada en 2003 y a quien las autoridades llaman "La Nena" aún está en proceso de casación en la Corte Suprema de Justicia. Si el máximo tribunal decide dejar en firme la sentencia, al recuperar la libertad tendrá 76 años. Precisamente porque su vida como líder pandilleril se forjó en la cárcel y no en las calles, no es de extrañar que las explicaciones que ofrece, los argumentos con los que justifica los movimientos en el Barrio 18, tengan como escenario principal una prisión. ¿Cuándo se dividió la pandilla? En realidad la pandilla se empezó a dividir desde el momento en que se pidió a la gente de Mariona que se saliera. Teníamos un aproximado de 500 compañeros ahí. Te estoy hablando de 1999. Ahí comenzó esto. ¿Sabés por qué nunca quisimos a la gente de Mariona? Porque a través de 11 años de mi vida anduve de cárcel en cárcel junto con otros compañeros en medio de una puñada de MS... Solo el que lo ha vivido tiene idea de qué es andar 25 de nosotros entre 100 o 150 MS y todos con corvo. Nos bañábamos con los corvos, con la pollera (una cinta que se amarra al mango del machete) en la mano y nos bañábamos con zapatos. Podíamos hacer eso o podíamos correr a la Policía a decirle que nos sacaran de ahí. Y mientras eso pasaba los otros estaban metidos en Mariona, aguantando humillaciones y pechadas de la gente de Bruno. En Mariona mandaba Bruno en ese momento... Bruno era un gran amigo mío. Es amigo mío. Había compañeros que querían que llegáramos a ametrallar la entrada de Mariona con la visita de ellos. Poner de acuerdo a la visita de nuestros compañeros. Era lo que pedían los de la R. Que fuéramos a ametrallar a la visita de los señores civiles que estaban adentro. ¿Para amedrentar? ¿"Si adentro nos joden, afuera los topamos"? Ese es el mensaje que querían. Nunca nos pareció eso. No solo a mí, sino a la cúpula; nunca nos pareció. ¿La cúpula eran los 20 palabreros ? Mirá, en cada departamento ha habido diferentes colonias, en las cuales ha habido un sinfín de compañeros que pelearon y lucharon por levantar esto. Se hizo un consenso a nivel general para ver cuál era la gente aceptable para la mayoría de canchas para que pudieran ser representados a nivel nacional dentro de la pandilla, y ese fue el mecanismo que se utilizó. Al principio aparecieron diez, luego a 12 y luego más. En realidad nunca hubo un número específico impuesto por nadie, sino que se estuvo moviendo. La situación de las purgas: una cosa sí te digo: si gente como este señor que cometió la masacre del Plan de la Laguna hubiera caído en mis manos estando en Chalate, lo mato, viejo. ¿Ves? Lo mato porque la pandilla me hubiera exigido matarlo, porque lo que él hizo vino a redundar en un perjuicio enorme para nosotros. Hasta leyes crearon a costa de eso. ¿O qué tenía que ver todo ese vergo de gente de ese microbús en Mejicanos? A ti te acusan de decapitar mujeres... Pero esa es otra falacia. Estoy purgando una condena por un pedazo de cuerpo que encontraron. Se me había probado que yo estaba preso en ese momento y me volvieron a juzgar. Primero me juzgaron por la cabeza y luego por el cuerpo, ¡ja! ¿Sabés que hay atrás de mi cuestión? Un trasfondo político. ¿Sabés por qué? Te invito a que investigues mi vida dentro de los penales en los noventa y antes de 2001, y verás la lucha de carácter reivindicativo que he llevado a cabo en los penales. La historia es más larga. Ayudanos a comprenderla. Porque no creo que las diferencias con la R radiquen en que a ellos los desprecian por "malos". César Renderos, el Muerto, está condenado por la cuestión del Plan de la Laguna. Y el asesino de Cristian Poveda, el Molleja le dicen... ¡Son de la R! Cuando me decís que "por malos"... Mirá, la situación es bien sencilla: en este país se está peleando a nivel nacional por el control de territorios, por decirlo de esa manera. * * * En 2003 Lin era ya una celebridad en la prensa nacional, y la Policía insistía en que ese tipo de cuerpo enjuto era uno de los más peligrosos criminales de El Salvador –donde la competencia por el título es dura– y que era el líder nacional del Barrio 18. Sus adversarios aseguran que la prensa lo terminó de endiosar ante la pandilla y que una verdad a medias terminó siendo verdad, a secas. La primera vez que Duke tuvo noción de la creciente fama de Lin entre el público fue en 2003. Se había detenido a comprar fruta en un puesto callejero del centro de San Salvador cuando escuchó al vendedor de cuchillos de al lado pregonar su producto: "¡Hay cuchillos, hay cuchillos, de los mismos que ocupa el Viejo Lin"! Duke recuerda haber sonreído. Ahora Duke es considerado uno de los pandilleros con más autoridad dentro de la Revolución. Él mismo nos retó durante la entrevista que nos concedió al interior de Zacatraz: "Si han hecho su tarea, saben quién soy y quién he sido dentro de la Revolución... Yo reventé eso...". Sin embargo, antes de contestar cualquier pregunta, Duke nos sugirió que habláramos con otro "compañero", con uno –aseguró– que era mejor que él para hablar con la prensa y que, por ser más veterano, tenía más conocimiento sobre la pandilla. Para nuestra sorpresa, nos recomendó hablar con Lin. Duke aseguró que si tuvo algún problema con Lin –como, por ejemplo, el hecho de que Lin ordenara en 2003 su ejecución tras la muerte del Chino Pizurra–, eso quedó en el pasado. Nos hizo además una propuesta tentadora: hágannos salir juntos para que debatamos ante ustedes nuestras diferencias. Incluso pidió testigos de honor que garantizaran que él no llegaría ahí a pactar con Lin. Obviamente las autoridades carcelarias nos adelantaron un rotundo no, y aquel debate no pudo ocurrir por razones de seguridad. Cuando preguntamos a Lin si hubiera estado dispuesto a debatir con Duke, puso cara de asco, como si le aburriera tener que explicarle cosas a un niño tonto. ¿Duke también es escoria? Yo hablo con él cuando me lo encuentro, lo cual no quiere decir que el día en que... pues... ya sabemos. Ellos colaboraron con la Policía para despedazar nuestra estructura. Esto lo sabemos porque hay policías que... pues... se venden. Entonces nosotros sabemos cosas. Es larga la cuestión. Parece que la división de la pandilla no tiene solución. Pues mira, la solución es un poco complicada. Tiene que morir mucha gente. Lo que yo quiero... El Chino Tres Colas y otros más lo que queremos es un meeting a nivel nacional tanto dentro de los penales como en las calles. Y que se resuelva, y que el que esté sucio y tiene que pagar, que pague. ¿Y si la pandilla decide que uno de los que han de pagar eres tú? ¡Pagamos! Es bien sencillo. Pero como dicen que vale más el diablo por viejo que por diablo. ¿Sería para ti intolerable aceptar a los Revolucionarios bajo la sombra de la 18? Es que nunca los he aceptado. ¡Ellos no tuvieron nada! Quienes organizamos todo eso, la pandilla acá, fuimos nosotros. El Cranky no tenía nada. Tenía su red de venta de drogas, su propio prostíbulo... Al Cranky le hicimos un préstamo para que fuera a comprar unos banquitos y abriera un su negocito que le llamaban el Cesar's II, sobre la 29.ª oriente. Se le ayudó, se le consiguieron cipotas para que fueran a vender lo que venden... Él no tenía nada. A Chalate llegaba para ver de qué manera le daba de comer a la mujer. Tú dijiste que era un traidor... Al Cranky nosotros... Hay algo a lo que le llamamos "criterio" y a él se le dio criterio, la oportunidad de vivir, porque yo lo conocía desde pequeño. El Cranky se había asociado con unos MS que decían estar retirados, esos eran sus socios allá afuera. En la Zona Rosa... Las Palmas... En todo eso... Que era la cancha de Chino Tres Colas. Sí. Al Cranky yo lo conocía y por eso hablé por él, en el sentido en que se le dejara en paz. Él no andaba activo en la medida en que no andaba buscando MS a los cuales matar, pero en realidad... A él se le manda a llamar a Chalate y se le hizo ver la situación, se le hizo ver que no era que no se podía, sino que no se le quería matar, porque a veces se malinterpreta. Nosotros tenemos un dicho que dice que "si sangra, muere". No creemos que nadie sea invencible en este mundo. Pero ¿qué hizo? ¿No quiso pagar lo que debía? Es que no se le prestó nada, se le regaló. Te voy a decir qué ondas. A él se le llamó a Chalate y se le dijo: hiciste esto y esto... Sobre el Cranky anduvieron como 60 compañeros de nosotros en la Dina un día, en 2004, que se les iba a ir a sacar a él y a todos... con armas. Cuéntanos. Porque ellos se habían ido a refugiar a la Dina; entonces, a nivel nacional se movió todo ese vergo de gente, como a 60 compañeros. A través de cuatro o cinco días estuvieron llegando, no salían de las casas y ya cuando se llegó, Duke y otros habían informado a la Policía, y ya las posiciones las había tomado la Policía. Él abusó de la amistad de nosotros. A los 9 meses él me llegó a ver a Gotera y me pidió que le diéramos la oportunidad, que le abriéramos puertas y que él iba a demostrar que... iba a enmendar su error. Claro, ya no podía revivir al muerto, pero a petición de otros compañeros que me mandaban con él unas notas, entonces lo dejamos a decisión de los palabreros, y ellos dijeron que estaba bueno y entonces vino y se le dio dinero para unas armas. Pasaron dos y tres meses y no se miraba nada. La onda es que se ofuscó con el dinero y cosas pasaron, y cuando los palabreros le pidieron cuentas, él dijo que él llevaba la cuestión y que lo iba a hacer a su manera. ¿Por qué se le daba tanto criterio si por mucho menos a otros la pandilla los hubiera matado antes? No, no creás. Hubo mucho criterio mientras yo estuve al frente. Ahí era pensado todo y era discutido antes. Eso es una realidad indiscutible, ¿me entendés? Fijate que teníamos una organización... o sea en el sentido que la teníamos a la mano, para ayudarnos, que era Homies Unidos, del cual aquí (en Zacatraz) tenemos al ex director (Eddie Boy). Ellos vinieron a mí con una propuesta: ver si era posible ayudar a los homies que quisieran en verdad incorporarse afuera de alguna manera... ¿Sabés qué hizo Duke? Les fue a robar las computadoras y todo a los señores estos de Homies Unidos. Les vació su local. ¿Homies Unidos se considera parte del Sur o de la R en la actualidad? Homies no era parte de la estructura de nosotros. Nosotros no influíamos en lo más mínimo. Y te digo la verdad. El día en que murió el Cranky estaba Eddie ahí, pero él no tuvo nada que ver. Eso no fue nada planificado. Eso no fue algo planeado. ¿No fue planeado? La estructura de mando le había dado luz verde. Mira, él llegó a Chalate y se le dijo que si él la volvía... que con una más que hiciera ahí estaba ya... El Chino y el Heri se andaban divirtiendo en el Cesar's cuando llegaron Duke, el Cranky y otro cipote más de la IVU. Eran como siete. El Chino vio la situación, pero ellos no andaban buscando a nadie. Lastimosamente ellos subestimaron al Chino. ¡El Chino es un pistolero, hermano! Al parecer ellos lo querían matar porque ya traían cosas... Pero el Cranky era insignificante; él solo sirvió como bandera de guerra. Como mártir. Sí. A los de la R lo que menos les importaba era el Cranky, pero como lo había matado Chalate, digamos... ¿Me entiendes? Entonces era un motivo más para tirarle fuego a Chalate. Ellos trabajaron con la DECO para despedazar nuestra estructura. ¿En qué momento nace el Sur dentro del Barrio 18 en El Salvador? Esto es un invento de quienes no tienen idea qué significa en la pandilla el Sur. Aquí tenemos cipotes huelepeguitas jugando a las grandes ligas. Hay cipotes que en realidad caminan para adelante porque Dios es grande. Cipotes de 16 años con palabra. ¡Jamás hubiera dado yo mi consentimiento para tener a un cipote al frente de un grupo de personas! ¿Sabés por qué están hechas mierda las casas de las pandillas? ¡Porque no tienen visión política!, porque siguen viendo las cosas como simples delincuentes comunes. ¿Creés que si nosotros estuviéramos al frente de esa cuestión estarían...? Te garantizo, y ellos lo saben... Nosotros estamos fuera porque queremos, porque nos están pidiendo para ver de qué manera salen del hoyo en que están. Decís que esto de los Sureños es un invento... La situación es esta: lo nuestro estaba limpio de soplones. En la gente de mi línea no tuvimos infiltre, ni gente trabajando para la DECO. Ahora los Sureños están infestados de informantes, y esto se empezó a poner así a partir de que salió el puño de gente trasladada luego de la masacre de Mariona, en 2004. Ahí comenzó a salir información para todos los lados. Alguna de esa gente que terminó en Cojutepeque nos dice que ustedes enviaron una wila intentando reconciliarse con ellos. Te voy a explicar algo sobre wilas. Yo nunca he enviado wilas hacia ningún lado, nunca he dado órdenes de matar a nadie por escrito ni a través de ningún teléfono. Por eso legalmente no podrían probar nada. Si alguien dice que tiene una wila mía, es mentira. Nadie dice que la escribiste tú. Ninguna de la gente de Chalate quería tener algo que ver con la gente de Mariona. Duke y sus secuaces querían que yo quitara a los palabreros, y decían que, si lo hacía, ellos iban a caminar bajo mis directrices. ¡Que los quitara a todos! ¿Nos estás diciendo que te retiraste porque la pandilla está demasiado dividida e infiltrada? En parte. La otra parte es que la pandilla se partió en ese momento. ¿Hay un hecho en particular que define tu salida? Desde el momento en que sacaron a los 15 palabreros de Chalate. No nos tomó una semana darnos cuenta de cómo había estado la situación. ¿Cómo puede ser que la Dirección General de Centros Penales saque cabal a los que son? Tiraron a unos para La Unión, para Gotera, para Usulután, para San Vicente y a todos aislados. A partir de ahí te considerás retirado. Nosotros nos llamamos a nosotros mismos "los puros", somos puros dieciechos. ¿Qué implica para el Barrio 18 estar dividido? Centroamérica queda ahora en el borde de los intereses de las grandes federaciones del crimen organizado... Yo sé todo eso. Seguramente esto va a tener un impacto en las pandillas, transformándolas y muy probablemente disputando terreno. Nuestra impresión es que en El Salvador la MS-13 está caminando a pasos agigantados para adaptarse a la llegada de los cárteles, mientras que ustedes están divididos. Así mismo lo veo yo. La única diferencia es que aquí, de los tres grupos que hay, solo uno en realidad comprende eso. El problema es que a esta cuestión es difícil darle solución, por la cantidad de muertos que ha habido. ¿Hablamos entonces el hundimiento del Barrio 18 en El Salvador? Tal y como se ha conocido hasta el momento. No tienen nada, vos. Lo han perdido todo. No tienen capacidad operativa, no tienen nada. ¿Qué podés esperar de un líder que manda a matar un vergo de niños y de ancianos en un microbús, sin pensar en las repercusiones políticas que esto va a traer? Si yo hubiera estado en ese penal de donde salió la orden, yo habría matado al tipo que ordenó eso, sin mucha paja. Hay quienes creen que la pandilla de Los Ángeles ha encendido la luz a la pandilla en El Salvador. A ciertos grupos; a ellos, a los dos. Quien nos lo contó se burla y dice: "Y a mí qué me importa, si yo no voy a ir allá. En todo caso serán ellos los que vendrán acá". La pandilla 18 tiene un poder enorme en Los Ángeles, que solo los que hemos vivido allá entendemos. ¿Qué te puede hablar un chucho de amores si nadie lo ha besado? Quien te habla así es torpe. Comprendo la ignorancia. ¿Pero qué podría hacerse desde Los Ángeles contra estos dos grupos de la 18? ¿Enviar a homeboys para matar a sus líderes? No vale la pena en ese sentido, pero si ellos quisieran, y si en realidad existiera un canal abierto con Los Ángeles, podrían ayudarlos en muchos sentidos. Desde el sentido económico hasta... en todo sentido. La pandilla en Los Ángeles no es como esto: estamos hablando de 30 mil miembros con control de canchas en las que entran miles de dólares diariamente. No hablamos de matar a una viejita para robarle. Ustedes, su grupo, ¿tenían buenas relaciones con Los Ángeles? La mayoría de nosotros provenimos de allá. Por eso no hablamos despectivamente de ellos, porque conocemos sus reglas, sus principios y los consideramos mucho más elevados. ¿Sabés en qué etapa se han quedado estos cipotes? Se quedaron en la etapa de cuando estaban los gánster, Al Capone, Baby Face... ¿Qué pasa ahora con la Cosa Nostra allá? Son grandes corporaciones. La violencia no es una opción ya. Los tiempos están evolucionando, y nosotros tenemos que evolucionar con ellos. ¿Cómo imaginas el futuro del Barrio 18 en El Salvador? Negro, por decirlo de forma resumida. Aquí hay un sinfín de cipotes que se creen locos. La DECO la cagó. ¿Sabés por qué? Porque vino a contribuir con ellos para romper una estructura que tal vez le hubiera sido menos perjudicial al gobierno. No sé si me entendés. Yo como presidente o como ministro de Justicia todo el tiempo preferiría entenderme con alguien capaz de razonar. El Gobierno llegó con el plan Mano Amiga allá, a una colonia de Apopa; llevaban dos pliegos de Playwood que valen como 9 dólares lo mucho, dos cajitas de pintura y pinceles. Tenemos en esa colonia como a 50 miembros, con familias, hijos, esposas, etc... Andan tatuados, su capacidad de movimiento está limitada por la misma situación. ¿Creés que con hacer un muñequito al día y venderlo por dos dólares van a dar de comer a su familia? ¿Todavía creemos que dar solución a las rentas y la violencia es posible en base a lo que sabemos? * * * En la historia del Barrio 18 en El Salvador aparece de forma constante, unas veces con más protagonismo que otras, la ONG Homies Unidos. Aunque en su fundación en 1996 inicialmente participaron también pandilleros y pandilleras de la Mara Salvatrucha y el proyecto también funciona en Estados Unidos bajo la dirigencia de antiguos miembros de la MS-13, en El Salvador la organización ha terminado en manos de miembros del Barrio 18 que aseguran estar retirados. Uno de ellos es Eddie Boy, ahora preso en Zacatecoluca por el homicidio del Cranky. Algunos pandilleros de la Revolución aseguran que Heri era hombre de confianza de Lin, y que el acceso privilegiado que los proyectos de Homies Unidos le daban a las diferentes cárceles del país lo convirtió durante años en un elemento valioso para transmitir órdenes e información de un penal a otro. Él dice que dentro de la pandilla no era nadie y que ayudó a Lin como lo hubiera hecho con cualquier otro pandillero que necesitara una mano. Lo mismo dice Lin. Asegura que la pandilla jamás manipuló a Homies Unidos mientras la dirigió Eddie Boy. Dice que él solo permitió el acercamiento de la institución para que ayudara a los pandilleros que deseaban dejar de delinquir. Sin embargo, se le oscurece la mirada cuando habla de los dirigentes actuales de la ONG: "Sí, ahora sí. La R manipula a Panza (Panza Loca, Luis Romero) y al Gato (Carlos Menjívar), porque el Gato es basura de ellos. Panza es fluctuante. Homies Unidos se ha parcializado, lo manipulan los de la R. Panza no tiene culpa, él simplemente... Es su vida la que está en juego... ¡Jajajajaja! Tiene que sobrevivir y comer. No lo culpo". Panza, Luis Romero, es uno de los fundadores de Homies Unidos y actual gerente de proyectos de la institución. Es miembro del Barrio 18 pero asegura estar retirado. Sin embargo, comprende la gravedad de los señalamientos. "Esta gente siempre está haciendo estrategias... para... para... Nosotros solo buscamos ayudar". Romero es consciente de los señalamientos que los relacionan con la Revolución, pero asegura que todo ha sido un malentendido. Dice que en el momento en el que la pandilla se rompió, ellos tenían proyectos en ejecución y que casualmente esos proyectos estaban en las cárceles que quedaron bajo la influencia de la R. Asegura también que el Gato es solo un colaborador de la institución y que no tiene ninguna relación con la pandilla. Mientras daba estas explicaciones por teléfono, su tono era el de alguien muy muy molesto. * * * Un antiguo palabrero del Barrio 18 en Honduras recuerda los días en los que la pandilla se rompió allí. "Eso ha pasado siempre, siempre ha habido homies que matan a otros homies", dice. Siempre hay rencores, envidias, reacomodos, voces que empiezan a sonar más fuertes que otras y las acaban por opacar o callar. Normalmente, en la pandilla nadie abandona el poder; alguien lo arrebata de la mano de esa mujer de negro llamada muerte, la misma aliada a la que suele recurrir quien desea conservarlo. En la 18 de Honduras no se recuerda una purga como la de 1997. Desde el penal de San Pedro Sula un hombre de apodo inapelable, el Mal, encabezaba la rueda principal, la cúpula de la pandilla. En la calle, también en San Pedro Sula, otro homie, el Virus, que dirigía un próspero negocio de venta de drogas y robo, fue señalado como traidor y acusado de matar a dieciocheros para crecer sobre sus tumbas. La sentencia de muerte que salió desde la cárcel no solo le alcanzó a él, sino que arrastró a otros pandilleros como la Abuela, Smiley o el Potter, cuyas clicas hacían negocios en complicidad con el Virus.
Smiley


 En total, hasta 30 palabreros del Barrio 18 fueron ajusticiados por sus propios líderes en Honduras. El lento proceso de siega duró cerca de un año y solo terminó cuando aquellos que habían desafiado la autoridad del Barrio 18 se sometieron a castigo o estuvieron muertos. Al igual que en Honduras se sabe quién y cómo gana o pierde autoridad en El Salvador, Lin sabe aquello. En Honduras tuvieron el mismo problema y lo resolvieron por la vía de la limpieza. Murieron más de... Ya sé todo eso, pero ahorita hay otro problema: allí está igual que aquí. El varón que hasta hace poco llevaba la cuestión, debido a unos enfrentamientos allá, se vino para acá: el Spider. Y mientras estuvo aquí, le pegaron golpe de estado. Por esta cuestión ha muerto gente allá. ¿Por qué el Barrio 18 no logró zanjar aquí el asunto como en Honduras? Allí la purga fue total. Aquí van como 70 muertos ya, viejo. Incluidos el Cranky y mi mujer. ¿Creés que se puede resolver algo así? Yo en lo personal te repito una vez más: estoy fuera: si el tipo que mató a mi mujer estuviera vivo, no estaría yo afuera, sino adentro, hasta verlo muerto. Pero como otros lo mataron... Dices que diste mucho criterio a tus adversarios. ¿Te arrepientes? No. En realidad soy una persona de buen corazón, no he hecho nada malo. Por eso desde hace tiempo ya no quería seguir al frente de nada, porque tipos como yo no sirven para eso, porque para eso tenés que tener un total desprecio por la vida humana, y yo no lo tengo. ¿Para ser líder de una pandilla como la 18 hay que tener desprecio por la vida humana? Pienso yo. ¿Creés que el Barrio 18 se rompió porque te faltó mano firme? ¡Exactamente! Llegaste al meollo del asunto. La pandilla está partida. Y lo que decís es la opinión de la mayoría de compañeros viejos, que alguna vez estuvieron a cargo de alguna cancha. ¿Fuiste muy blando, Lin? Fuimos. Fuimos muy blandos. Eso es todo.

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